Son los años 90 del siglo pasado. La euforia de ser oficialmente europeos nos embarga. Por fin la salida a nuestro atraso histórico y con él a nuestros problemas. Las reconversiones ejecutadas en sectores como la minería y la siderurgia habían reconstruido un nuevo terreno de juego productivo. La meta diseñada con la astucia del que sabe hacer las cosas con la falsa sonrisa del amigo ya estaba fijada. Nuestro nuevo compromiso como país consistía, entre otras cosas, en ajustar nuestra deuda a unos parámetros de saneamiento muy exigentes. La solución solo parecía ser una: vender todo nuestro tejido productivo, energético y de transportes para sanear de una forma rápida, y para asombro de Europa, nuestras arcas. Lo mejor de la capa basal de nuestro Estado lo poníamos en manos del comprador más fuerte. Las empresas que por sus dimensiones, estructura, capacidad de competencia, agilidad en la distribución, con cotas importantes de mercado y que más ingresos aportaban al Estado eran vendidas. El objetivo cumplido, el presente ganado, el visto bueno de nuestros socios europeos también. España entra en la unión monetaria europea por la puerta grande. La derecha liberal de los gobiernos socialistas de Felipe y Aznar había cumplido, el proceso privatizador zanjado. Las felicitaciones alemanas y británicas sinceras y ostensibles. Ahora somos del club europeo, somos serios, somos respetados…y pintamos menos, tanto aquí como con los que por tradición, lengua y amistad fueron nuestros hermanos de la América hispana.
Todo según el guion. El presente garantizado, finales de los 90 inicios de nuestro siglo. Los gobiernos han de velar por nuestro bienestar social, su tarea de gestión, planificación y redistribución de la riqueza se ha de orientar a una justicia social que facilite la convivencia. El Estado pierde toda la capacidad material para poder producir riqueza, carece de industrias que puedan generar unos ingresos que le permitan paliar eventuales penurias o desequilibrios sociales. Ahora el único mecanismo para poder aliviar las arcas del Estado son los impuestos. Los más seguros son los relacionados con el consumo. Llegan a todos pero tiene como efecto el castigo de los más débiles. Además los paraísos fiscales y la evasión hacen que la presión recaudatoria incida con mayor pulcritud y rigor en las clases medias.
Por si fuera poco, las industrias de peso ya no están en nuestras manos, el Estado no cuenta con una mínima presencia en su accionariado. Fue una opción fácil vender. En cambio hoy comprar o nacionalizar una quimera, no hay vuelta atrás, la simple insinuación política de dicha estrategia económica nos penaliza.
Nuestros representantes nacionales (ministros del ramo) o autonómicos (consejeros) ya solo son espectadores. Las empresas hacen y deshacen a su antojo. El marco legal del capitalismo liberal triunfante se lo garantiza, luego nuestros representantes políticos podrán mostrar su acuerdo o su desacuerdo, pero no podrán, porque tienen sus manos atadas, exigir nada. No lo olvidemos: exige quien puede, y quien puede tiene autoridad. Visto así es fácil entender el culebrón de Alcoa y la justificada indignación de sus trabajadores. Y también plausible entender que desde Pittsburgh hagan lo que consideren más oportuno para sus intereses.
La orangután del zoo de Buenos Aires es sujeto de derechos, ya no es una cosa o un objeto. La ley ahora la protege como persona no humana. Atrás queda el ser pura extensión sometida al rigor de un mecanicismo ajeno a cualquier sombra de voluntad libre, tal y como sostenía Descartes. La modernidad elevó al ser humano degradando al animal y triturando hasta la neutralización a esos seres angélicos que sin materia y con pura forma limitada e inteligente se aproximaban más y con mayor benevolencia a la mismísima voluntad de Dios. El mecanicismo de las bestias, ya apuntado por el médico judío Gómez Pereira, indirectamente dignificaba al hombre como persona con raciocinio. La modernidad inoculaba en la nueva clase burguesa del momento la identificación sin ningún atisbo de duda de persona y ser humano. La intuición del racionalismo cartesiano ahora no logra aprehender las verdades claras y distintas sino que lo que en principio es evidente se tronará oscuro y especialmente confuso. En el inventario de lo nada evidente estará el yo. A pesar de todo el mito del ser humano como persona y racional es dominador y desactivarlo con rigor es una labor de pocos, tal vez ni de sabios, si acaso, tarea ni tan siquiera humana por titánica al ser el error por todos asumido inexpugnable.
Ahora bien, hubo humanos no personas: esclavos o especies humanas ya extinguidas como los neandertales y hay personas no humanas como las tres personas divinas de la tradición cristiana, más allá de que creamos o no en su existencia; honesto es reconocer el impulso de dignificación dado por la teología cristiana al ser humano al resolver la cuestión nada fácil de la naturaleza de Cristo como Dios hecho hombre; la persona era un compendio perfectamente armonizado de naturaleza humana, natural, material, carnal, y de naturaleza divina, espiritual, racional, formal. El cuerpo era un contendido secundario afín a los deseos más caprichosos, pero su naturaleza concupiscible podía ser dominada por un espíritu seguidor de la esencia voluntariosa de Dios como garantía de perfección en forma de felicidad y salvación. El cuerpo, insistimos, es el hogar del alma, y prescindir del contenido que le da forma no es virtuoso, es directamente pecado.
En otro orden de cosas, al otorgar derechos como sujeto a un animal para protegerlo de su indefensión necesariamente lo igualamos a nosotros y en este equilibrio jurídico corremos el riesgo de perder nuestros derechos en tanto que personas humanas. Igualarnos a los animales en el campo de la ética les eleva a ellos pero el precio que se puede pagar es el debilitamiento de nuestra dignidad. El padre de la liberación animal, allá por los años 70 del siglo pasado, sostenía que el siglo XX había sido protagonizado por la reivindicación de los derechos civiles de las poblaciones negras, de las mujeres y de los gays de países instalados en un primer mundo dominado por los desequilibrios sociales, desordenes que acarreaban los privilegios de unos y el sometimiento de otros (Singer, 2011: 361). La dominación de los blancos sobre los negros presidida por una desigualdad fundamentada en un programa doctrinal racial que reivindicaba la verdad de los diferentes grupos humanos biológicamente distribuidos era su coartada ideológica. Su relativismo cultural se perpetuaba en una forma muy sutil de tolerancia del desprecio, la piedra sillar del equilibrio social estaba en evitar el mestizaje, la pureza exigía poner límites legales tanto a los grupos superiores y privilegiados (prohibición de matrimonios mixtos) como a los grupos inferiores y degradados hasta la esclavitud (cosa u objeto de derecho, como tal el esclavo era una mercancía sacralizada en torno a un derecho de naturaleza liberal como el de la propiedad privada, fuente por otra parte de su toma de partido por un iusnaturalismo fraguado como ficción humana original y anterior al Estado). Pues bien, la hora de los derechos de negros, gays y mujeres ya pasó, ya lograron sus metas, ahora es el momento de los derechos de los sin voz, de los más indefensos. Si ellos lo lograron con sus reivindicaciones y luchas por qué no van a poder hacerlo los animales. Singer nos muestra esa cara peligrosa de la demandas animalistas, ese rostro turbio y peligroso en el que se equipara a los negros, a los gays, a las mujeres con los animales en su afán por derrotar racional y éticamente el especismo como forma de racismo frente a los animales.
Por último, leía en la revista semanal de El País una última reflexión del periodista responsable de la noticia en la que decía: “la mirada de Sandra impresiona por ser inteligente”, lo presentaba como una desvelación de la que el resto de lectores no nos habíamos percatado con anterioridad, tal vez por falta de interés real en el asunto, o por falta de conocimientos científicos relacionados con las neurociencias y la etología. En cambio la realidad muestra ser tozuda. No son esos descubrimientos ninguna novedad, lo que nos aportan con sus pesquisas son resultados ya sabidos engolfados de jerigonzas conceptuales que impresionan al noble indagador de información sobre el asunto, pero no es para nada enriquecedor el decir con lo que parecen grandes argumentos trazados en el contexto del rigor científico, que muchos animales razonan, son inteligentes y son capaces de dilatar el tiempo con el propósito de poner el marcha planes de futuro prudentes. Guiados por una memoria fraguada en un hábito que les pondera, sus conductas, por complejas y sujetas a un saber hacer pautado, son culturales. Los animales tienen cultura, objetivamente más pobre que la humana, y también poseen la capacidad de razonar, distinta, más rudimentaria, entre otros motivos por la ausencia de lenguaje articulado y por la falta de unas manos con una destreza única para poder construir artefactos que van desde una aguja de hueso para coser pieles a un misil con ojivas nucleares de largo alcance, ambos artefactos son humanos, ambos son culturales, si bien el misil requiere de una destreza y de una habilidad orientada a la verdad que trasciende lo natural y lo cultural alcanzando un grado de materialidad universal e incluso anantrópico, y ese complejo saber hecho en el laboratorio estará vinculado con la mecánica (sobre el movimiento y sus causas) y con la física de partículas para la obtención de energía atómica controlada para fines militares. La cultura y la razón no son exclusivas del ser humano. En la dialéctica por la supervivencia el hombre primitivo socialmente constituido en grupos reducidos de individuos (hordas o tribus) mantenía un especial vínculo con los animales realmente existentes del momento. Una muestra son las pinturas rupestres, esas reliquias artísticas que permiten indagar con rigor en el quehacer humano de nuestros más lejanos antepasados. Ellos sabían, sin necesidad de la tan cacareada neurociencia, de la naturaleza inteligente de los animales que les servían de fuente de energía para la subsistencia. Su reconocimiento quedó plasmado en piedra, en sus ojos, en sus siluetas, en sus vivos y reales colores y en sus plásticos movimientos los animales adquirían la condición de númenes (Bueno, 1996: 151-187), es decir de dioses a los que había que temer, amar, adorar y cazar para poder comer, vestirse y hacer fuego. Se originaba así una relación muy especial de tipo religioso entre humanos y seres no humanos dotados de razón. Dicha relación asimétrica es el verdadero núcleo del hecho religioso, el inicio de un curso en el que “el hombre hará a los dioses a imagen y semejanza de los animales” (Bueno, 1996: 186) que conduce a un ateísmo en el que el único Dios en el que se cree no sólo es imposible por contradictorio, sino que es un Dios que por infinito ni siquiera desea, lógicamente ha de carecer de voluntad dada su perfección lo que necesariamente le obliga a no querer nada que le pueda absurdamente faltar, luego es obligado deducir que no nos ama, y por si fuera poco con él no mantenemos una relación de fe por estar en ese lugar al cual el hombre con su firme creer es imposible que llegue.
La crisis de la razón del momento, práctica y pura en la línea de Kant, es una brújula sin norte. El sentido de la vida una quimera a largo plazo. El instante perpetúa falsamente un presente perfecto, lleno de oportunidades, donde el mal en forma de error corre de tu cuenta. El individuo sólo y disimuladamente desorientado se abraza a lo más fácil, y lo más deseado es lo más cercano. Hoy en la vorágine de un individualismo estúpido que nos conduce a la imbecilidad, lo que aflora es un síntoma nítido de nuestra idiotez. La falta de reconocimiento dominante por parte de los que son como nosotros, iguales en derechos y dignidad, aboca a muchos a buscar cordura en quien sin ser como nosotros (al no presentar figura humana, salvo el caso extraordinario de Superman que con ser extraterrestre presentaba una figura humana cómica y de comic, hortera y atractiva, impactante e idolatrada, y más cuando uno es un niño curioso y deseoso de sorpresas) es inteligente. El Dios de la tradición cristiana y judía está huérfano de fieles, en su maravilloso ser está nuestra incredulidad. En este naufragio de la razón como hacer reflexivo espoleado por la posmodernidad la vuelta a la religión de nuestros orígenes humanos es un síntoma de barbarie cuando menos preocupante. Podríamos decir que Sandra es no sólo una persona, es una persona no humana y numinosa, pero ahora la relación es ontológicamente falsa ya que es sabido por todos la no divinidad de los animales por nosotros sometidos cuando no domesticados. Quizá lo que si se dé sea un asunto de mejora de una autoestima huérfana de reconocimiento social.
Bibliografía básica
BUENO MARTÍNEZ, Gustavo (1996). El animal divino, ensayo de una filosofía materialista de la religión, Oviedo, Pentalfa.
SINGER, Peter (2011). Liberación animal, Madrid, Taurus.
Me sobrecogen las frías cifras que nos dicen que durante el año 2017 el número de jugadores en España alcanzaba la cifra de 1,3 millones. Las formas de juego son diversas: apuestas, bingo, concursos, casinos y póquer. El juego online crece como la espuma espoleado, alentado, sugerido, promocionado por empresas rigurosas con una ética que podríamos definir por un código deontológico no muy elevado pero si poderoso por eficaz. Se puede resumir en dos premisas: evitar el error y obtener beneficios. Para su consecución es indispensable un saber hacer complejo y materializado por profesionales, por especialistas en diferentes ramas de la ciencia. Son ellos los que en equipo han de poner en marcha una dinámica de negocio que no sólo persuada sino que garantice la fidelidad del cliente y logre además otorgarle en su hacer la condición de persona libre, entendida ésta como ausencia de ataduras que impida la realización de sus deseos. Muchas ciencias humanas con el apoyo incondicional de ciencias tan especiales como las matemáticas han de lograr obtener un producto que permita dominar, controlar, las conductas de sus potenciales consumidores. Los resultados son magníficos, la ayuda de las nuevas tecnologías y el compromiso de muchos famosos en su promoción está siendo todo un éxito. Un logro particular, de grupos privilegiados y que en el marco legislativo actual velan por sus intereses, más allá de enredos morales sobre el bien y el mal.
Pero en este juego alguien pierde, y el que pierde en la falsa ruleta de la fortuna, pierde de una forma poco decorosa, su derrota es una enfermedad, una patología tan seria por grave como la ludopatía. Su persona se deteriora, su firmeza se debilita y sus acciones ahora dirigidas no le llevan a la alegría, a lo mejor, lo arrastran a la degradación propia y al desencuentro con los más cercanos, así se rompen lazos familiares y se truncan amistades. ¿Es su acción poco ética? Sí, sin lugar a dudas. ¿Es ajena a la ética? No. Detrás se esconde el triunfo de una ética fraguada para ser vendida en el mercado de lo personal, de la voluntad autónoma, a través de un proceso irracional por su carga de fe que permite al potencial jugador salir de lo rutinario y alcanzar la felicidad. Es el triunfo de un nuevo protestantismo sin dios, es el pasaporte a la gracia del que hasta entonces solamente era uno más, un desgraciado más. Lo peor es que un país en el que se tendría que velar por el bien común esto se obvia, ni siquiera se tiene en cuenta o si acaso resulta un mal menor que hemos de asumir. El juego, cualquiera que sea, nos empobrece. El juego en forma de apuestas controladas por oscuros demiurgos no nos hace mejores, no nos convierte en mejores ciudadanos, nos esclaviza atándonos a las apariencias del falso azar. Y en la adicción de nuestros cada vez más jóvenes enfermos y de los más vulnerables tenemos lo que el safardí holandés Espinosa supo entender: “Llamo «servidumbre» a la potencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor”. Es decir, más alienación, más miseria, más degradación personal en beneficio del puro negocio.
Dinámica de una fuerza inercial imparable. Una vez institucionalizado en nuestro sistema productivo y de bienestar social el robot adquiere un protagonismo esencial en nuestro quehacer diario. Implantado en lo cotidiano es imprudente intentar eliminarlo, salvo propuesta política distópica y arropada en torno al terror como única posibilidad de control de la población. La historia nos lo muestra, una vez introducida la rueda, la brújula o la escritura, las sociedades que lo abrazan por primera vez nunca más se desligarán de dichos ingenios técnicos y humanos. Las posibilidades que se abren son nuevas, pero también necesarias para mantener la existencia del grupo. De no hacerlo su sino será sucumbir. Los robots ya son algo injertado en nuestro presente. Hemos de abordar el tema para darle solución. Es necesario saber ver que será parcial, nunca definitiva, se resolverán problemas pero también se abrirán otros nuevos. Esto es la política. Es obvio que la cuestión jurídica también es clave. ¿Cuál ha de ser el nuevo estatuto jurídico de un robot en el marco de un sistema productivo en el que como operario realiza su tarea de forma precisa, sin errores, de acuerdo con un diseño humano y un programa instalado para tal fin, y que además es capaz de sustituir a los operarios o trabajadores cualificados de cualquier empresa? Podríamos aventurar que estamos en la antesala de lo que tal vez deberíamos entender como persona tecnológica en el sentido de ser una propiedad artificial viva, una especie de esclavo de nuestra era. Como tales han de contar con sus derechos, irán en aumento a mayor grado de personalidad, en este sentido no sólo procesarán información, reconocerán modelos, interactuarán con el entorno manipulándolo y aprenderán de sus experiencias, sino que además las nuevas máquinas de Turing contarán con figura humana y lenguaje articulado ajustado a un programa lógico cada vez más potente por difuso. A su vez al disponer de imagen, palabra, y posibilidad futura de conductas prudentes, de acuerdo a fines y de cara al futuro según recuerdos, también tendrán deberes u obligaciones, entre otras, tal y como se está proponiendo, la obligación de cotizar a la Seguridad Social por su labor. Escribía en la Política Aristóteles “Pero entre los instrumentos, hay unos que son inanimados y otros que son vivos. Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos, y el esclavo una propiedad viva (…) Si cada instrumento pudiese (…) trabajar por sí mismo, los empresarios prescindirían de los operarios, y los señores de los esclavos”. Cada vez dependemos más de ellos lo que nos obliga a no poder prescindir de su potencial capacidad exenta de error. Seremos más señores, serán más los nuevos esclavos tecnológicos, las nuevas personas tecnológicas, y de no contribuir al mantenimiento de nuestro bienestar social más allá de lo estrictamente productivo podemos vernos abocados a un colapso por falta de ingresos de lo que hoy conocemos como nuestro Estado social y democrático de derechos. Serán estos ingresos los que contribuirán a poder habilitar y mantener servicios que consideramos a día de hoy vitales, me refiero a sistemas públicos como la sanidad, la educación y las pensiones. Todo ello cuando el número de cotizantes, según todos los estudios demográficos, va disminuyendo.