La Europa de la sinrazón
Fecha: 28 marzo, 2020 por: dariomartinez
Se equivocaba Jorge Martínez, el líder del tan afamado grupo de los años 80 Ilegales cuando cantaba “¡Europa ha muerto!”. Para dejar de ser previamente hay que ser, para morir previamente hay que vivir. Pero más allá del ser o no ser, de existir o no existir, podemos valorar qué significa estar en la Unión Europea. Europa es un estar y su esencia no es otra que una disolución ficticia de fronteras, una farsa, que colma de mentiras una realidad voraz, tozuda, inapelable, y que no es otra que la existencia de un club para el que estar es competir, frente a potenciales competidores externos, ajenos al club, o entre los mismos miembros de la Unión. En Europa no domina la amistad, domina la lucha, la pugna sin límites por cada uno de los intereses particulares. La historia de Europa es una historia de discordia, de guerras, de desunión sistemática. Hoy amortiguada por el abrazo de oso estadounidense.
El estar en Europa en este presente en marcha pasa por entender que somos inmiscibles. El modo de afrontar la realidad viene diseñado por nebulosas ideológicas muy dispares. Pese a todo la dominante es amasada a fuego lento por demiurgos que no son visibles pero que son capaces de cambiar la verdad por la propaganda, de difundir hasta la saciedad la mentira en múltiples dosis de cultura popular fácil de digerir, que perforan inexorablemente las estructuras de aquellos estados que sin ser de su corriente aceptan con deportividad, con resignación si se quiere, e incluso con buenas muestras de felicidad individual, y por qué no infantil, su dominio sobre nosotros. Ellos mandan, ellos dirigen, nosotros obedecemos, amando estar en una especie de nueva esclavitud posmoderna, y lo amamos siendo profundamente felices, egoístamente felices. Un Estado como el nuestro mermado, esclerotizado en su capa basal y cortical, es decir en su estructura productiva desligada de nuestro control, privatizada hasta impedir que nadie pueda exigir nada, desvirtuado en su sistema defensivo al menguarlo hasta dirigirlo hacia una paz universal de ciencia ficción, con un poder diplomático cambiante y que desconoce quiénes son nuestros amigos y nuestros enemigos, y con una política exterior que le da la espalda y acepta sin discrepancias internas nuestro papel de meras comparsas en un mundo que hemos heredado como garantes de lo peor del hacer humano en la historia en forma de levadura negra, de mito oscuro, negro legendario, que no es otra cosa que un poetizar mimetizado de imágenes de imágenes (propaganda), de doble mentira, de opinión de la opinión y que en nuestro sistema educativo no sólo lo intentamos triturar sino que lo aceptamos, lo difundimos y lo pretendemos mostrar como verdadero; un Estado así, insistimos, mancillado en su globalidad, no puede estar a la altura. Por no dirigir su capacidad y su prudencia ante lo que se venía encima, por no contar con nadie, por embarcarse en campañas de universalidad que borraban las fronteras, que desatendía el día a día, que ponía al mando a unas élites preparadas para acometer empresas estériles, o para activar conductas disfrazadas de democracia que no eran otra cosa que procesos de desestabilización interna alentados desde dentro y arreados con entusiasmo desde fuera. Un Estado digo, que acreditaba su mejor ser ante los otros en forma de la ridícula «marca España», una forma bastante hortera de convertir lo que políticamente hemos de ser en mera mercancía. Unas élites protestantilizadas en todo menos en el ascetismo, imbuidas de un gusto ilimitado por la novedad, de un deseo de poder fraguado más allá del esfuerzo asociado con el compromiso y el mérito, de un ansia de cambio por el cambio en el afán de garantizar un progreso ficción que por desconocido se nos muestra como soteriológico, y una cuantificación, en ocasiones disimulada, de todo lo que puede hacer de la política un servicio operativo y no fútil, sustituto de un hacer que debería ser y desgraciadamente no es dinámico, polémico, tenso, pero en el fondo estabilizador de nuestra sociedad en marcha.
Mal equipados en este naufragio vírico no hay manos tendidas que nos ayuden. Todo lo contrario. Nuestros amigos del norte, especialmente los holandeses, siguen fieles a su modo de estar. Nos dice Weber: “como aquel capitán holandés que por ganar dinero estaba dispuesto a navegar por los infiernos, aunque se le quemasen las velas”. La fe en el trabajo, la fe en un Dios inexpugnable, infinito, con voluntad absolutamente libre, incognoscible y al que se le concede el derecho a decidir sin coartadas, y menos humanas, quién ha de vivir y quién ha de morir. Hoy los infiernos los conocemos y si las velas que se han de quemar son las de otros mejor. Que cada palo aguante su vela.
Esperemos reconstruir nuestra nave. Nos veremos. Podremos superar con el buen hacer las vicisitudes, podremos vencer. Se hizo una vez, en el campo de fútbol, se venció con ese arte bello y armonioso capaz de convertir en espectáculo un juego de equipo dirigido por los pies, y se derrotó a un rival que sólo veía en la victoria o en la derrota la voluntad de Dios, más allá del buen hacer deportivo o del cumplimiento de las reglas de juego. ¡Menudo asidero de la razón! No lo olvidemos: lo justo no resulta de la voluntad arbitraria de Dios, imposible desde la razón, tal y como creen los protestantes, sino que lo que Dios quiere lo quiere porque es racional, tal y como creen los católicos. Luego lo racional y justo se impone a la voluntad libre de Dios. Cuestión de matices sí, pero es lo que hace que en Holanda se considere que el vivir o morir dependa exclusivamente y como causa última de Dios y su voluntad libre, y se considere además que el trabajo es el salvoconducto para la eternidad. Vivir para trabajar, sin trabajo no hay salvación. Luego si los ancianos no trabajan entonces, ¿para qué tanta asistencia, tantos recursos, tantos médicos, tantas UCIs, tanto gasto en definitiva? Qué Dios decida, nos dicen nuestros vecinos. Que cada enfermo asuma consciente e individualmente su destino.
Lo peor es que nos dan lecciones, se tienen por sensatos y nosotros lo asumimos. La nieve frita es posible, siempre y cuando ellos nos lo digan. Y no olvidemos que desde su óptica lo que realmente es no necesita existir. La voluntad humana puede ser sin cuerpo. Espinosa contagiado, enfermo, no por el polvo de su pulir meticuloso, sino por un virus parido por la ciencia, preparado para ser en el laboratorio, y que ahora sin barreras está en condiciones de poder acabar con el soporte de la vida: el cuerpo.
A mis amigos Cristina y Piquero que están en Madrid