Kant y su Dios (III)

Fecha: 22 septiembre, 2020 por: dariomartinez

Y Kant logra con creces no satisfacer a los peores. Inaugura un sistema idealista trascendental filosófico, esquemático, que para criticarlo, superarlo, se necesita una filosofía sistemática filosófica y materialista que esté a la altura. Exige una potencia crítica perfectamente geometrizada.

La labor de agrimensor de la Razón continúa en la obra de Kant. Se ha de delimitar y representar la misma Religión. Es obligación del filósofo evitar los errores inherentes del reflexionar más elevado del ser humano derivado de conceptos del entendimiento dirigidos a la experiencia posible, a lo sensible.

En el terreno de las religiones los malentendidos y las coacciones son habituales. La presencia de eruditos que se transforman por mor de su fe histórica, que no de la verdadera fe religiosa sometida a la ley moral, en dogmáticos muestra  la legitimidad que ampara su fanatismo y superstición. En el curso de la historia de la humanidad no es más que el tránsito por el camino del mal. La religión puede ser un arma política que facilita el temor ofreciendo castigos, o salvaciones eternas pensadas empíricamente, sensiblemente. Así el hombre estará ineludiblemente sometido a la arbitrariedad de lo particular y de espaldas al bien supremo; un bien en forma de santidad (Heiligkeit) y de ley moral pura, formal, universal. Este supremo bien teóricamente es desconocido, incomunicable, misterioso, inherente a la razón pura humana y, por supuesto, necesario. Representado como felicidad infinita impulsora de un progreso humano hacia la comunidad o estado civil ético, plasmado en la mejora del nuevo hombre que sólo obedece a las leyes de la virtud.

Kant nos ofrece un Dios al que no podemos amar ni intentar agradar: «No hay en una Religión universal ningún deber particular hacia Dios; pues Dios no puede recibir nada de nosotros; no podemos obrar sobre él ni para él». Una religión pública a la que aspira Kant sin liturgias, sin profesionales de la fe, invisible. Un Dios que hemos de entender como un ser supremo sin atributos antropomórficos. Motor de nuestros impulsos libres sometido (¡él mismo!) a la ley moral. Desconocido, pero desde la Razón pura práctica hemos de creer en él y respetarlo como «legislador santo, gobernante bondadoso y juez recto». Un arquetipo necesario, en ocasiones oscurecido o mal comprendido desde las religiones estatutarias, históricas.

Para el hombre es un ser supremo garante de sentido moral, ser inherente único capaz de evitar el suicidio lógico propio del estado de naturaleza jurídica y ética humanas. El fuste torcido de la humanidad ha de ser enderezado por la luz de la razón arquitectónicamente entendida.

En el recinto delimitado para la religiosidad pura humana solo hay sitio para la nada. Un Dios como idea. Cristo como representante o arquetipo dotado de cuerpo en en el relato sagrado, capaz de milagros, histórico, que como persona e impulsor de la fe moral ha de entenderse como un ser puro y desmaterializado. La fe racional no necesita de ninguna verdad externa, de ningún libro sagrado, de ningún documento histórico, se demuestra a sí misma.

Tampoco necesitamos agradar a Dios, no se requiere de una fe para elegidos, de serlo facilitaría la holganza, la desidia, la gracia a distancia (online, remota, diríamos hoy) de un Dios que le corresponde («religio») por su comportamiento de espera (falsa y realmente inoperante fe material «como medio de gracia» hoy comprendido por todos como «cultura circunscrita») que ha de entenderse como ocio pasivo que hace desde lo alto y de forma milagrosa aquello que «deberíamos buscar en nosotros mismos».

El creernos agraciados por Dios, a nivel particular y no digamos nada a nivel de individualidad colectica con forma de pueblo unido en torno a un compromiso compartido como nación diferenciada y étnicamente homogénea, puede resultar ser el salvoconducto a la ejecución de acciones presididas por la deshonestidad, la arbitrariedad, la falta de sindéresis, el asco y el menosprecio de la virtud moral libre, autónoma e incondicional. Auparse al podio del privilegio de la conciencia moral permite que las ideas no puedan ser juzgadas, no se plieguen a la legitimidad, no soporten el peso crítico del entendimiento, estén fuera del espacio y del tiempo, y por supuesto no delincan. «La conciencia de que una acción que yo quiero emprender es justa es deber incondicionado».

En el haber de la Religión racional pura humana: un núcleo etéreo, vacío, pura idea práctica que no teórica y accesible al entendimiento; un curso de la religión en constante progreso hacia lo mejor, del mal al bien supremo, de lo estrictamente natural y sensible a lo incondicional, libre, inteligible y formal del supremo bien a alcanzar en una mera posibilidad futura; un cuerpo desmaterializado para ir hacia el bien y dejar atrás el despotismo de lo arbitrario, particular y sensible. Sin oración, sin palabras, sin textos, aderezado de silencio, con salas de espera a una vida mejor prescindibles, es decir templos a los que acudir en comunidad que no hacen del feligrés una persona mejor, sino que «más bien la adultera y sirve para encubrir a los ojos de los otros e incluso a los suyos propios por medio de un barniz engañoso el mal contenido moral de su intención», un bautismo como ceremonia de iniciación en la fe eclesial que realmente no es ningún «medio de gracia», de mejora de la condición moral humana, y por último un mecanismo de comunión compartida, de continuidad, de renovación espiritual entre iguales que no es más que un requisito clerical, una mera ilusión para la verdadera fe religiosa.

Sin núcleo, sin curso, sin cuerpo la Religión que nos ofrece Kant y con ella su Dios es puro ateísmo. ¡Dios no existe! ¿Con qué Dios acaba entonces Nietzsche para dar paso al superhombre? Parece que en lo que atañe a este asunto la acusación de impiedad sobre Kant esté más que fundada. La censura y la advertencia de «medidas desagradables por la publicación de su obra La religión dentro de los límites de mera razón» por parte de las autoridades de la Prusia de Federico Guillermo II son consecuentes con el sentir compartido de la sociedad de la época. Por cierto, de diagnóstico acertado. Habían entendido perfectamente el contenido de sus reflexiones sobre la religión.

 

 

 

 

 

Kant y su Dios (II)

Fecha: 4 septiembre, 2020 por: dariomartinez

El uso especulativo de la razón nada nos puede decir de Dios. Es una labor en el fondo ociosa. A nivel teórico ningún resultado es posible. Los límites críticos de la razón, más allá de los dogmáticos y los escépticos, por vía negativa nos informan de la trayectoria que enfanga la reflexión humana en el error. Un esfuerzo inútil, carente de progreso alguno, es la difícil advertencia kantiana sobre el uso seguro, preciso, formal, arquitectónico de la razón. Doblegar la naturaleza errónea de la razón, su soberbia por aspirar a saberlo todo, tarea difícil. Dios y lo que sucederá en forma de vida humana futura una incógnita teórica. No hay experiencia sensible con la que podamos trabajar y resuelva de forma definitiva y concluyente nuestras dudas y expectativas. Sobre asuntos tan trascendentales lo mejor es evitar, poniendo límites a la razón, los errores. Noble tarea.

Ahora bien, ¿nos atrevemos a prescindir de Dios, a suponer que algo suceda? ¿Podemos obrar correctamente prescindiendo de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma? ¿Dichas ideas prescriptivas del hacer práctico puro gobernado por la razón son universales y necesarias en lo relativo al «deber ser»? ¿Fuera del reino de la gracia, hoy cultura, hay posibilidad de salvación? ¿Podemos satisfacer nuestras inclinaciones y llegar a ser felices?

Kant lo tiene claro. Kant cree firmemente tenerlo claro. Está internamente, conscientemente, convencido de su apuesta por la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. No lo conoce, no sabe nada de la inmortalidad del alma, pero ambas puras ideas son necesarias no sólo para obrar libremente sino para aspirar a obrar en favor del bien individual y del bien de la humanidad, bien que se materializará: con la superación de la minoría de edad («sapere aude» que toma sin citarlo de Horacio), con el fin de los ejércitos y con el fin de las guerras (por defecto, de los estados; Kant visto como germen de la posmodernidad). Por supuesto todo ello al margen de las condiciones económicas y sociales, lo importante es tener buenas ideas, intenciones y voluntades. Pensando bien todo irá encaminado a la ansiada paz perpetua, a la armonía del conjunto de la humanidad; la dialéctica de Estados realmente existentes, la dialéctica de clases, un pin, un adorno, una verdad en marcha superflua, trivial, sin interés; sobre todo para el burgués que él representa.

¿Qué pasa con quien no cree en Dios? ¿Qué pasa con quien no cree en la inmortalidad del alma? Desde su firmeza de alcance individual, egoísta, el no creyente, «doctrinal» o en Dios, o «moral» o en la inmortalidad del alma, no es libre. No puede actuar siendo esclavo de la ley moral, es un enfermo patológico que se deja sobornar por los impulsos de la sensibilidad, es una bestia, un animal: «una voluntad que no puede ser más que estimulada a través de los estímulos sensibles, es decir, patológicamente, es una voluntad animal (arbitrum brutum)». Es un ser dogmático que cree saber cuando sólo puede ofrecer opiniones carentes de certeza y de convicción. El dogmático es un ignorante sofisticado, persuasivo, en el límite peligroso. ¿Candidato a la eliminación en nombre de una fe inquebrantable en el único Dios verdadero que es adorado a través de una fe inmanente, necesaria, no arbitraria y generadora de vida, de bien? Tal vez, y más si el otro, el dogmático, el que rechaza a Dios es visto como infrahumano. Este rechazo a Dios puede ser la fuente inagotable de sentimientos malos, hoy añadiríamos que inhumanos. El sometimiento a la naturaleza un estado de salvajismo. La humanidad de Kant no es la de todos los hombres de su época, es de una parte de ellos; el hombre salvaje, primitivo, es naturaleza. Luego no se hace con él la guerra, simplemente se le extermina cazándolo.

Kant puede ser el ideólogo perfecto para poner en marcha actos de domino sobre otros y sobre otros territorios, el colonialismo del siglo XIX tal vez esté en deuda con el bueno de Kant.

Ahondando en su espectro de rechazo. El catolicismo como una farsa religiosa que apoyándose en lo sensible: imágenes, ceremonias públicas, procesiones, se convierte en ateísmo de diseño. Balmes no dudará en ponerle freno. No podemos olvidar, y esto es esencial para este tema, que Cristo, para ser realmente creído en el seno de la religión cristiana, y lograr un triunfo sobre las religiones paganas, heréticas, tan rotundo, tuvo que hacerse carne, materializarse, realizarse como hombre; siendo pura idea cada uno puede creer lo que le venga en gana. Los apetitos, los sentimientos, las pasiones, también gobiernan al hombre, pero no sólo eso, también son más poderosos que la razón formal tal y como la entiende Kant. Idea de razón tan limitada e inoperante que no atiende ni tiene en cuenta un tipo de razón mucho más potente como la derivada de operaciones quirúrgicas, precisas, institucionalizadas, con términos ordenados según relaciones precisas y necesarias, sinectivas, en «symploke» y que necesitan ineludiblemente de manos para entender las diferentes parcelas de la realidad, plural, dinámica y heterogénea, de forma geométrica.

En fin, su teología moral solo nos ofrece dos artículos de fe como garantía del obrar puro y libre humano. Quien carece de fe, quien además osa no obedecer al gobernante sabio, en el sentido kantiano y tomando palabras de Lutero en referencia a las revueltas campesinas de su época, ha de sufrir el filo de la espada: «Los campesinos tampoco quisieron escuchar ni se dejaron decir nada, por eso hubo que abrirles las orejas y las cabezas saltaron por los aires; para tal alumno tal palmeta. Quien no quiere escuchar la palabra de Dios por la buenas, escuchará al verdugo con la hoja».

Espinosa, buen ateo, fuerte, firme, racional, generoso con las demás personas, demostró durante toda su vida ser especialmente virtuoso, cauto y prudente. Defendía la vida con la potencia de la sabiduría. Hagamos suyas las palabras de Severino Boecio en su cautiverio previo a su ejecución: «Nuestro principal destino es no contentar a los peores».