La deriva del Estado

Fecha: 30 noviembre, 2020 por: dariomartinez

En el juego de la política está el mostrar con disimulo lo que en ella es propio de la debilidad. Un gobierno inoperante no dispone de la capacidad suficiente como para poder conducir la nave del Estado hacia la estabilidad. Sin norte, sin brújula ideológica, con una papilla difícil de digerir entre liberalismo, nacionalismo fraccionario y étnico, y una socialdemocracia que no la conoce ni la madre que la parió, el resultado no puede ser otro que la burla. Se ríen de uno y se interpreta como diálogo. Se mofan abiertamente y es por el consenso. Persiguen dinamitar España, entendida como nación política canónica, es decir reconocida internacionalmente y con soberanía en el conjunto de los ciudadanos españoles, y se nos vende como progreso.

Razón tenía Bismarck cuando afirmaba que la nación más poderosa de Europa era España, seguía viva y todos querían triturarla, los de fuera, naciones rivales como Francia, Inglaterra o Alemania y desde dentro, los nacionalismos periféricos engendrados durante el siglo XIX y ya creciditos y autónomos a inicios del siglo XX y con forma de cuerpo espiritual/étnico/cultural hecho carne, o lo que es lo mismo: preparados para configurar un nuevo Estado basado en hechos identitarios políticamente premodernos, para entendernos propios del Antiguo Régimen donde la garantía de sus privilegios, el voto por su independencia, sólo les corresponde a ellos, una vez que entienden que España es una totalidad distributiva venida a menos y por supuesto fascista y opresora.

Se decide eliminar el español como lengua vehicular, un modo sutil de cerrarle la boca a quien quiera que sus hijos estudien en español. Ahora ya no podrá acudir a ningún tribunal, su derrota consumada por incomparecencia de una izquierda que debería defender por igual a todos los españoles y los deja en la estacada. Las lenguas locales o vernáculas en busca de normalización, el fin que el vecino no te entienda, se acentúan las diferencias al máximo y así el logrado deseo más cerca de ser una realidad: al no nativo el idioma le resultará ininteligible, no sólo al leerlo sino también al oírlo. España suma sí, por supuesto, pero suma como totalidad no holizada o políticamente atributiva, sino como totalidad distributiva y negada con el sentimiento más sincero e impenetrable a las razones.

El binomio Franco=España en momentos de gloria. Sin discurso que permitan deshacer los errores ya añejos y poderosos. Sin argumentos capaces de geometrizar ideas en forma de un sistema política que permita dar estabilidad al estado, entendido como estructura única y capaz de perseguir entre los ciudadanos la libertad. El tiempo no es una virtud en estos tiempos, explicarlo bien lo requiere, los datos, un relato sin importancia, las razones quebradas en aras de la posmodernidad. La censura democrática no deja espacio para la discusión. El silencio se hace política. Vaya democracia.

Y lo mejor. Hay que llegar a un consenso, entenderse, hablando se puede hacer más país. Vaya trola. Se insufla de diferencia cada territorio, la torre de babel del no entendimiento crece como una bola de nieve, y el resultado una octava ley educativa con aspiraciones de dejar paso a una novena una vez que, si es el caso, las mayorías cambien y el gobierno sea de otro color.

Dice el dirigente de Bildu Otegi que hay que derribar el viejo régimen, el del 78. Quizás para sustituirlo por un nuevo régimen protegido en su ideario y por fin materializado tras ser ideológicamente elevado a una aureola perversa de cultura gratificante de la mano de Sabino Arana Goiri, un abertzale de pro creador de una ficción política que Franco se tomó en serio y por rechazo explícito hizo emerger y florecer un nacionalismo sustentado en lo que en un partido como el PNV no es otra cosa que Dios y las Leyes Viejas (EAJ). Muy bien, legítimo, y según nos dicen desde la propaganda muy progresista.

Hoy muchos de sus éxitos son producto de un impulso inicial difícil, sutil y persuasivo. El fraude perpetrado contra la estabilidad del actual Estado se fraguó en forma de traición por muchos nombres ilustres que venían de una inercia ideológica cocinada en el franquismo contra el comunismo, una organización que gravitaba en torno a diferentes intelectuales españoles como fue el Consejo por la Libertad de la Cultura. Seminaristas confesos no dispuestos a ejercer su celibato,  pero desde su laicismo clerical (al modo de Kant) a mantener incólumes, sin mácula, sus principios sagrados.

Hoy liberales y nacionalistas al abrigo de una Iglesia que en sus respectivos territorios los mima hacen con el visto bueno de las izquierdas extravagantes, divagantes y fundamentalistas un bloque espectral poderoso. Pensar contra ellos es de fascistas, cañís o reaccionarios ajenos al mundo de la cultura.

 

Su mal uso no es una broma

Fecha: 20 noviembre, 2020 por: dariomartinez

Es un sinsentido. Puede entenderse como un «oxímoron». En este caso consiste en añadir una etiqueta a una etiqueta. El uso del vocablo fascista está democratizado, acopiado por todos y usado de forma indiscriminada pierde su sentido, lo que no quiere decir que pierda su fuerza psicológica en forma de insulto del adversario político. Mitificar negativamente al adversario logra como efecto la mitificación positiva de quien lo profiere, así se resalta lo negativo para elevar las verdades y los parabienes ideológicos del auténtico adversario político. De dogma a dogma y tiro porque me toca. La confusión la regla, la nesciencia virtud, la apariencia como conjetura una caricatura de lo inteligible. Platón estorba.

De este modo las cosas ya no se sabe que significan. ¿Qué más da? Fascistas son todos y es nadie, en el fondo comienzan a ser simplemente los otros.

Para un fascista las urnas servían para ser rotas. Un Estado sin una armonía impuesta, exigida, tradicional, verdadera, es una simple locura de no gobernanza. Para el fascista el liberalismo es eso, otorgar una libertad sin norte, sin ideales, sin compromiso compartido, es el ejercicio mitificado y aplaudido de un nihilismo autodestructivo del mismísimo Estado. El fascista quiere el cambio a golpe de coacción colectiva y organizada, y quiere recuperar la tradición. Primero para acabar con el marxismo, por señalar con el dedo acusador de la desigualdad social a la propiedad privada y reivindicar en la dialéctica inexorable de la historia el fin de la idea de Dios por alienadora y opiácea ella. Segundo para acabar con el liberalismo. La usura no es virtud, es un simple contravalor.

El liberalismo es la decrepitud de un Estado atado a lo errático y sin ideales prestos para dirigirse a un «destino en lo universal», es la aceptación de la derrota como pueblo y patria. El liberalismo ha de ser repudiado, la Iglesia dará el golpe de gracia en España al liberalismo que persigue con ahínco un proyecto comercial y productivo sin dirigismos del Estado, sin fronteras, universal y sin trabas burocráticas. La Iglesia y el fascismo son por naturaleza beligerantes con el liberalismo (los nacionalismos no le irán a la zaga), de paso el Estado será una vez dirigido con el puño de hierro del fascismo una farsa democrática entendida como realización permanente del ideal en el presente en forma de movimiento.

Acabar con los estados-nación paridos por la modernidad frente al Antiguo Régimen es el zarpazo vengativo e irracional, por ser una farsa racionalmente perpetuada, del romanticismo. Tres sus enemigos efectivos:

1.- una Iglesia en la órbita no terrenal de una izquierda extravagante, fuera de la política, de las fronteras del Estado,

2.- un liberalismo sin barreras subvencionado por las grandes fortunas ávidas de pequeños estados sobredimensionados en lo financiero (que no en el comercial) para lavar sus teñidos dividendos,

3.- un nacionalismo empeñado en demoler los estados-nación realmente existentes.

Todos ellos constituyen un conglomerado ideológico perfecto para transformar la realidad en duda y confusión a modo de relato posmoderno abierto a la perpetua interpretación y ajeno a cualquier tipo de verdad, ya sea científica y/o filosófica. Todos ellos independientes pero todos ellos con un único finis operantis: acabar con el estado moderno por merma colectiva de sus privilegios. Su finis operis cada vez más cerca de la materialización en forma de feudalización de sus pequeñas parcelas de poder. Como representantes de sus respectivos pueblos, feligreses o consumidores satisfechos la acreditación de que su hacer, vía ejecutiva y de poder político, en caso de ser un error será adjudicado al pueblo.

Reivindicar más Estado es hasta revolucionario. Serviría como mecanismo político al servicio de los ciudadanos, garantizaría la libertad de, fomentaría la alergia, avalaría la libertad para. De este modo cada uno estaría habilitado para poder pensar lo que quisiera, siendo la razón y su libertad la causa necesaria de su mejor ser como persona; pudiendo decir lo que piensa estaría habilitado prudentemente para combatir el odio, la ira y la envidia en forma de una falsa realidad fomentada desde las élites. Minorías ellas, clases extractivas de valor que consumen de las arcas del Estado y piden desde la plataforma de marfil de su sabio intelectualismo que el Estado que les paga desparezca.

El fascista es antimarxista y es además antiliberal. Quiere y desea un estado absolutamente controlado. Lo llamarán orden, y lo entenderán como un gran acuartelamiento civil. La fuerza manda, es la mejor manera de imponer los ideales. Es implacable, no admite disidencias, discrepancias, o dudas ante la autoridad. El líder es imprescindible, carismático, y un guía insustituible de la masa que ha de anclarse en la tradición, en el pasado de gloria que se ha de recuperar a golpe de pistola.

Insistimos: es antiliberal, luego llamar a un representante de VOX fascista a la vez que liberal carece de sentido, al menos histórico e ideológico. Es un hierro de madera político, o de otro modo: un marxismo liberal o un fascismo leninismo, igual da. A pesar de todo por habitual se torna normal y como tal, y dada la victoria moral de la desidia de la mayoría, la rebelde y pujante minoría tiene el campo expedito para hacer y deshacer a su antojo. No faltarán acólitos que les voten al interrumpir el sueño cada cuatro años.

La importancia de la tristeza

Fecha: 10 noviembre, 2020 por: dariomartinez

No cabe duda que es un buen momento para ver series, escuchar partidos, rescatar del olvido para poder visionar con calma alguna que otra película, más si uno no tiene hijos o hijas. No es mi caso. Selecciono. Acudo aquí y allá, es una especie de juego errático. Soy consciente de que en ocasiones si en el tiempo uno explora de forma superficial parece que domina en la elección el mero azar, no se vislumbra una lógica que permita dar sentido a lo elegido. Puede ser un síntoma de la nueva situación lejos aún de un regreso seguro a la nueva normalidad. La escaramuza del verano un hecho. Volver a repetir un nuevo confinamiento más o menos drástico una posibilidad.

Pues bien. Veo una serie, un documental en partes, hasta ocho: «El desafío: ETA». Protagonizado por quienes fueron muchos de sus más destacadas figuras por su capacidad de dominar y controlar voluntades ajenas, es decir por su potencial poder ya sea por la palabra y en forma de persuasión ya sea por las armas o las leyes.

Aquellos que operaban como sujetos de manera enconada, por un espacio que por un lado reivindicaban desde las instituciones y por otro desde el terrorismo, entendido este como ese ejercicio arbitrario capaz de someter al otro hasta hacer de él un colaborador silencioso que por pura cautela prefiere no hablar, no escuchar y permanecer ciego como espectro que vaga por un territorio bello, idílico, en el que tan sólo abundaba una atmósfera cargada de cenizas de odio; insisto, por ese territorio, ambos bandos, lucharon gobernados por las reglas de un juego perverso que solo daba como ganador a quien lograba sobrevivir. La coacción descargada en forma de violencia gratuita y terrorista obligaba a la autocensura; la lucha por la vida era una exigencia diaria al margen de las normas. No destacar, pasar desapercibido, ser uno más, un compromiso con la vida. En esa tristeza la libertad se ausentaba, uno no podía ser mejor, abrazar la alegría a no ser que se despojase de las vicisitudes y miserias de los demás. Ser egoísta casi era una virtud. Las sombras del ciprés eran alargadas, sí, pero sobre todo eran muchas.

Detrás de todo una ficción, un mito poderoso, oscuro, y perverso. «La patria de los vascos». No me lo invento, es obra de Sabino Arana Goiri. Su interés por la pureza racial, la exigencia de una ristra amplia de apellidos vascos, la no mezcla, el menosprecio explícito del maketo, del español que no quería saber batua, capaz de bailar agarrado en las fiestas, blasfemar, usar navaja, repudiar las leyes viejas, menospreciar o dejar de lado a Dios en asuntos sociales y políticos, que vivía de su labor industrial, sin apego al terruño; ese ser prejuzgado, depósito de un malestar envenenado, no acabó con el padre fundador del actual PNV, no. Tampoco caló su mensaje sólo en sus afines, en tierra firme de acólitos. Ni siquiera fue su mensaje por irracional fosilizado desde una filosofía capaz de triturarlo y convertirlo en una reliquia inútil. Todo lo contrario, se amplió, estímulo, propagó  y asumió por otros que en nombre de la patria vasca, de la nación vasca socialista e independiente, nos dicen (José Luis Elkoro entre otros) sin rubor que las manifestaciones espontáneas allá por el verano del 1997, tras el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco Garrido se debieron (el quiebro interpretativo es sorprendente) a que brotaron en una localidad, Ermua, que con la llegada de la industria (en otras palabras: con el desarrollismo del franquismo) a su valle pasó de 700 habitantes a 15000 en 40 años y el resultado, y esto es de especial interés, es que se consolidó una sociedad heterogénea formada por «no vascos», es decir por ciudadanos inferiores que no querían amar lo puramente vasco. Escribía el Sr. Arana: «Muchos son los que se creen bizkainos (tampoco tenía gran aprecio por los territorios de Gipuzkoa, Nabarra o Alaba, no se vayan vds. a creer, su odio enfermizo tenía más amplitud en los años finales del siglo XX, curiosamente cuando España perdía lo que fueran sus últimos territorios de ultramar: Cuba y Filipinas). Mas para serlo les falta todo; y mucho, para ser hombres», luego el remedio interpretativo de uno de los miembros de la que fuera la ilegalizada HB coincide con el del ultraconservador Arana cuando nos daba como solución al problema vasco en tanto que integrado en España: «No se crea, sin embargo, que el remedio está hoy en empuñar el fusil contra el maketo. Nada de eso. El remedio está en desterrar de nuestra mente y nuestro pecho toda idea y todo afecto españolista». Claro que desde su óptica distorsionada los maketos no sólo eran los enemigos eran los moros del pueblo vasco.

Colofón. Parte de la izquierda actual, no lo logro entender, lo asume y lo reivindica como bueno, como valor práctico positivo por el que algunos creen que es justificado luchar y matar, tanto que al ser criticado su tufo racista de fondo se puede mostrar implacable. Con su rostro más amable, se puede arropar del tan socorrido relativismo cultural para intentar equiparar discursos, comprender al otro, empatizar con todo, y de paso comulgar con ruedas de molino. El mito se hace dogma. Del seminario a la calle. El nacionalismo hace realidad y sin milagros que el espíritu del pueblo se traslade del templo a lo mundano y a lo académico, y lo logra vía lengua como dimensión suprema y auténtica de la identidad cultural. La patria, la tierra en la que yacen para la eternidad los muertos, no merece la sepultura de quienes no son de ella. La impureza por inauténtica degrada. La lucha armada ya está justificada.

El terror se socializó y su mal de origen nada más y nada menos que una utopía hecha realidad como distopía. ¿Qué queda? Se dice: silencio y dolor. Se eleva a lo individual, se traslada a la esfera privada. Se ha de olvidar, lo que no quiere decir que no se haya de hacer Historia para ser enseñada (Herodoto).

Kant y su Dios (V)

Fecha: 2 noviembre, 2020 por: dariomartinez

Sin Dios, al menos en el sentido religioso, y concretamente en tanto que voluntad infinita incognoscible e infinita. No es racional adorar a quien no muestra ningún tipo de relación con el hombre. Es un hacer sin sentido, ineficaz, supersticioso…hoy simplemente despreciable. Así la religión, sobre todo aquí y en concreto la católica, es vista desde el punto de vista del incrédulo que no quiere ser crédulo, no es analizada en profundidad, no se sabe de su esencia, ni de su curso, ni de su cuerpo. El no saber del que rechaza la religión no evita eludir el mismo plano de valoración sujeto a la creencia, no puede distanciarse críticamente por no acudir al auxilio de la razón. La brocha gorda no permite matices. Se suspende el juicio, manda el agnosticismo. El supersticioso espacio ocupado por Dios es sustituido por el supersticioso espacio del «ego trascendental». Ahora trituramos la idea de Dios con gnomos. Remplazamos una ficción por otras.

El asunto no es otro que el «ego trascendental» capaz de desplazar a Dios. Es un ego autónomo, diminuto, se supone que libre si se le deja actuar sin coacciones, si obedece voluntariamente, conscientemente, a la ley moral dada en todo ser humano en tanto que ser universal y en nombre de la humanidad. Dios ya no es una prioridad. El artista de la razón ha de saber ¿qué es el hombre? Se acopiará en exclusiva de toda disputa sobre el saber más elevado en la inaugurada república del saber.

Aristóteles fue acusado de impío por decir a los suyos, a los que modestamente quisieran escuchar para entender y aspirar a saber que Dios era un imposible, un ser auto consciente, pensamiento puro de sí mismo por ser absolutamente perfecto; un Dios a una distancia infinita del hombre, despreocupado como un joven adolescente, del mundo que le rodea, incluido el hombre con sus vicisitudes y miserias. Ahora será Kant el impío de la modernidad. La razón humana será limitada pero elevada a la categoría de la posibilidad de dar cuenta del sinsentido de un ser como Dios.

El nuevo «ego trascendental» tendrá como facultades a priori el entendimiento y la voluntad. Con ellas ya no necesitará sacrificar su tiempo en rezarle a Dios. Ahora podrá, aún de forma incipiente, embrionaria, débil si se quiere sin comprometernos para nada con la posmodernidad, comprar libremente y de forma recurrente, y votar libremente y de forma periódica. Estas dos operaciones trascendentales son la seña de identidad de la modernidad kantiana. Es cierto que el votar es censitario, no es un votar dispuesto para su materialización libre por parte de las mujeres o de los no adinerados. Habrá que esperar. La primera ola se pondrá en marcha en el siglo XIX.

Dios tuvo sus momentos de gloria. Fue adorado. Ahora son otros los tiempos. El «ego trascendental», diminuto, esférico, autónomo, que se supone libre y responsable no necesita de ataduras, de coacciones. No requiere del sueldo de nadie, no trabaja asalariadamente para un jefe. En la actualidad es el nuevo emprendedor, sin límites a su inquietud innata por ser mejor y ganar. Sin límites el hombre intentará abrazar la divinidad. El líder carismático una nueva encarnación. El emprendedor, el que es capaz de hacerse a sí mismo, siguiendo su razón, su voluntad, su entendimiento, sin imposiciones en forma de imperativos hipotéticos que dirijan su día a día. Un ser sólo, ontológicamente puro, núcleo de la nueva época ilustrada gobernada por leyes invisibles de carácter económico que vinculará en perfecta armonía a unos sujetos con otros.

La divisa kantiana será la moneda de curso corriente. La mostrará como universal, pero en el fondo está moldeado el sello político de quien manado: su rey. Obedécete a ti mismo, la razón esta de tu lado. El individuo se atomiza. Sus valoraciones, sus inquietudes, un hacer reflexivo espontáneo. A un paso del “hago lo que me dé la gana” porque lo deseo, lo quiero y brota de mi ser libre e independiente. Siempre que uno no sea funcionario del Estado, en ese caso toca obedecer, sin preguntas, ciegamente. Una idea, la del individuo absolutamente libre,  fuerza mito, para nada iluminadora, oscura, confusa e intratable por ser aceptada por la mayoría debidamente preparada, ideologizada, y capaz de asumir que la falta de éxito no es otra cosa que una falta de fe en sí mismo, manifestación de la voluntad divina en forma de castigo a quien primero privilegió con el mejor de los mundos y de los momentos posibles (ilustrados).

Así pues, la idiotez no deja de lado a Dios, lo asume como propio y se reencarna. El Dios liquidado se multiplica. Todo dios lo asume. Los gustos de cada uno se adjudican como únicos, ajenos a manipulaciones, a intereses múltiples y desconocidos. Es cierto que los gustos se eligen pero no son originales, son propuestos para ser asumidos creyendo que son digeridos y seleccionados por una voluntad inquebrantable. Menudo barullo.

Prueba. La comunidad del Dios cristiano vacía o con pocos feligreses, en horas bajas. La comunidad kantiana, la nueva iglesia laica abarrotada. La ética sin límites y parida por un «ego diminuto» consagrado a la mayor gloria de los nuevos tiempos no es capaz de responder a una tesitura en la que el interés general depende del hacer de cada uno. Desgraciadamente los afectos mandan. Sin coacciones, sin limitaciones externas que obliguen, el interés general no llega. La eficacia individual e ilimitada fracasa. Kant contra las cuerdas. Liquidó al Dios de la religión cristiana pero en su vacío no dominó la razón. Hoy seguimos insistiendo en el mismo error.

La fe protestante se transformó en razón, pero con todo quien supera las pruebas ante las que la vida nos enfrenta, proclama para que todos lo escuchen que Dios le ha bendecido. Trump nos muestra una ética protestante al uso. Su deber es un deber sin coacciones. Elegido por el pueblo elegido, quiere legítimamente continuar. La razón su fe.

Por tanto, desprendidos de Dios hemos de esforzarnos por remplazarlo por un sistema racional con el cual ser capaces de construir, en tanto que sujetos corpóreos (con cerebro y manos), una nueva realidad crítica que limite nuestras pretensiones y triture nuestros errores.