Sacrificando el presente

Fecha: 28 mayo, 2021 por: dariomartinez

 

Todo buen gobierno ha de velar por la estabilidad del Estado. En las democracias homologadas los ejecutivos legalmente elegidos podrán poner en marcha sus programas políticos y dirigirlos durante un periodo de tiempo limitado y periódico. Como propuesta temporalmente triunfante, de grupo, de parte de la sociedad política en su conjunto, velará por lo que se considera, desde su proclamada mayoría, por el interés general. Sus intereses de grupo no son los intereses de todos, su ideología no es por ser mayoritaria y propia única y valida. Legislar en nombre de todos es siempre difícil, pero creer que lo que unos piensen es el valor supremo que todos deben asumir es un escándalo, y se confunde la voluntad de muchos con la voluntad general (Rousseau); el ejercicio del poder ha de ser eficaz, resultar útil, permitir que los ciudadanos tengan al menos más posibilidades de ser más libres, mejores, poniendo en marcha soluciones parciales a problemas permanentes.

Una ideología de partido aureolar, con visos de universalidad, indiscutible, receta mecánica y única capaz de atender a las demandas sociales y problemas de los ciudadanos de un país, resulta sospechosa cuando permite dar cuenta de todo (desde otro punto de vista de nada). El cambio político, por tanto desembocará en revancha y el objetivo será únicamente deshacer lo hecho previamente, favoreciendo a los que se consideraron anteriormente desfavorecidos; el avance político se transforma en rueda de ratón, en tarea y esfuerzo inútil.

Así las cosas, ¿qué es lo que realmente tenemos de positivo en el hacer de nuestros políticos en España? El sacrificio del presente como fenómeno más evidente. Primero, se analiza sin comprometerse con la realidad del momento, se ve como se cree que es más que como es, se endulza, se ensalza, y se acomoda a la ideología del partido en el poder, por muy errática y metafísica que sea, por muy incoherente y contradictoria que se muestre; la inconsistencia se resuelve gobernado para la humanidad, elevando los contenidos más allá de las fronteras, buscando metas tan utópicas como estériles: paz perpetua, diálogo de civilizaciones, comercio global verde y sostenible, y en el fondo la nueva moda posmoderna: la «felicidad canalla» (Gsutavo Bueno) elevada a mito ficción ,de espaldas a la verdad y con la consiguiente quiebra de la razón a favor de los sentimientos, las impresiones, los deseos, y lo que hemos dado en llamar valores tan sagrados como superiores en nuestra Constitución: la libertad, la igualdad, la solidaridad y la pluralidad de partidos (curiosidad: la vida no aparece, ni se la espera, ni si legisla en su favor). Por tanto, con tanto buen rollo la democracia se debilita, la mediocridad que en el estoicismo era un mal que con la ataraxia necesaria había que soportar, ahora se privilegia. El presente en marcha es mera apariencia, y esta vez con rostro de utopía, tan atópica como ucrónica.

En segundo lugar, mientras que el presente se eleva a lo imposible, y en él ha de intentar cada uno y con sus medios sortear los obstáculos,  el pasado se reinterpreta. El pasado es una dimensión del ser. Es irrevocable, no es posible cambiarlo, transformarlo.  Fraguado por operaciones muy diversas, muchas sometidas a necesidad, fosilizadas en forma de documentos y reliquias que sirven de jalones para entenderlo, advirtiendo que si realmente se quiere hacer verdadera Historia se exige por parte del sujeto gnoseológico como cualidad ineludible la inteligencia, no la memoria. Otras acciones fruto de voluntades muy diversas, de programas exitosos en un caso y fracasados en otro son parte del inventario de nuestro pasado. Debemos investigarlo para interpretarlo, hacer en palabras de David Alvargonzález «ingeniería inversa», cual forenses. Y no olvidar que el sujeto temático de la historia ya no participa de ella, ya no es un sujeto operatorio con posibilidad de alterar lo que ya no es. De poder participar y de indagar en el pasado con su testimonio más bien haríamos periodismo, no olvidemos que la historia empieza cuando acaba la memoria (Herodoto), y esot porque el fin de la Hisotira (académica) es triturar los desvaríos de la memoria. Por tanto es obligado reflejar esta deducción: la Historia no es un saber científico que pueda alcanzar verdades en forma de cierres análogos a los de las ciencias naturales si bien exige la mediación del entendimiento, las verdades de la Historia como ciencia están constituidas por leyes en forma de cierres fijos y problemáticos que son fruto del acuerdo de la comunidad científica más poderosa y dominante frente a otras, consensos que con el tiempo pueden perfectamente variar, moldearse y ajustarse a intereses futuros incognoscibles en el presente. En fin, el control de la historia, su interpretación, es una forma de recuerdo de lo que mejor encaja con el mito del momento y así ensalza los aciertos, y desacredita y olvida los errores. Los acontecimientos que han de interesar serán  los que por sus consecuencias, sus resultados, formen parte de la historia universal y nacional, «la verdad está en el resultado» dirá Hegel.  Ahora bien, en política la historia debería servir para estabilizar el Estado en el presente en marcha y para poder poner en marcha planes de gobierno futuros lo más «eutáxicos» posibles. Esta historia se mantiene con buena Poesia, como un buen arte que sea capaz de vehiculizar ideas, no de construir concpetos. Desgraciadamente parece que en España no se hace así, se hace mala Poesia, se rescata el pasado para recuperar culpas, para no intentar expiarlas, sino reconocerlas y actualizarlas, y para desestabilizar las estructuras de poder a todos los niveles: nucleares (capa conjuntiva), productivos (capa basal) y de orden interno y externo, a un lado y otro de las fronteras, a través de acuerdos y guerras comerciales, no bélicas, con terceros países (capa cortical). Se deconstruye la historia universal y nacional inventado mitos que fortalezcan planes políticos particulares, «neofeudales» partiendo de un principio político tan erróneo como falso como que España a lo sumo es una totalidad distributiva. De aquí deriva no la estabilidad sino la inestabilidad permanente. La mayeútica de hoy, la memoria histórica sólo ayuda a parir ideas que mejor fueran aboratadas antes de nacer.

En tercer lugar, del futuro como dimensión del ser. No afecta al presente y menos al pasado. Pero desde un presente infecto, plural, cambiante, y en materia política divergente, con una lucha por el poder entre diferentes grupos sociales minoritarios y con las manos libres para hacer casi lo que quieran por la desafección generalizada de una sociedad civil tan bien educada como egoísta,  preparada para el hedonismo como consumista en un mercado pletórico que por mor del respeto permite que todo valga: ofertas de juegos de azar (irracionalidad de grupo alentada y estimulada en favor de una esperanza casi imposible por el mismo Estado), extravagancias afines al suicidio lógico, a la locura «objetual» y «subjetual», presentadas bajo todo tipo de ismos, placeres prohibidos accesibles desde el terreno doméstico de lo privado, etc., la democracia se convierte, como ya tantas veces hemos dicho, en un modelo político no recto que podemos identificar como «oclocracia». Pues bien, desde las «anamnesis» previamente seleccionadas, sistematizadas y más o menos geometrizadas, se ha de intentar programar el futuro. Se pueden construir futuros necesarios, gobernados por leyes impersonales (anantrópicas) coordinadas por principios también impersonales al ser en el proceso de construcción de las verdades de cada categoría científica los sujetos neutralizados. Pero desde una voluntad más poderosa también se pueden pergeñar planes de futuro que dobleguen mediante la palabra y los medios técnicos y tecnológicos a su alcance otras voluntades más débiles. Se puede construir un futuro plausible, a través de ficciones habilitadas para convencer y materializadas en narraciones dramatizadas: teatro y cine, escritas o pintadas; son realidades construidas por el hombre, físicas y humanas a un tiempo, que pueden codeterminar de modo causal y con sus respectivos efectos la existencia futura de la sociedad civil. Esto es así, lo que no es así es intentar vender una agenda para el año 2050 (ficción escrita sobre el papel y más ambiciosa que los planes quinquenales del mismísimo Stalin que quería llevar la electricidad a todos los rincones de la extensísima Unión Soviética para consolidar el triunfo de la revolución bolchevique y de paso prepararse industrial y militarmente para lo que iba a ser una guerra total contra la maquinaria bélica del imperio ultradepredaor y racista del Tercer Reigh. Adolf Hitler lo había hecho explícito, Josef Stalin se lo había leído: «Mi lucha. Capítulo XIV. Orientación política hacia el Este, págs. 399-414. Rienzi. Berlín 2012″) como si fuese un proyecto articulado desde la necesidad de un doctrinario científico, universal e imposible de alterar como promueve el actual gobierno. Mito seductivo que pretende transformar un futuro posible en un futuro perfecto.

Tolerante sí, pero si uno está de acuerdo. La discrepancia se minimiza a nivel lógico, y ya a nivel psicológico, abierta, dialogada, comunicada, empieza a ser un acto de riesgo que la prudencia no permite airear salvo que uno sepa fríamente que se expone sin previo agotamiento de un argumento auxiliado de razones, datos y documentos, a ser tildado de «facha». Los nuevos intelectuales de carné (laicos hechos clérigos que diría Marx dándole la vuelta a Lutero) no permiten ser vistos como ideólogos infectados por la falsa conciencia, no quieren asumir su condición de alienados, ni su mala fe; no están dispuestos a formar parte de un experimento sociológico que permita dar cuenta de su doctrinario.