Estética y arte en la sociedad industrial

Fecha: 2 febrero, 2025 por: dariomartinez

I.- El ocaso del arte: la profecía hegeliana

La revolución industrial abría las puertas de una nueva era. Rápidamente alcanzó la adolescencia, el primer tercio del siglo XIX daba la bienvenida a una nueva realidad hasta la fecha sin digerir reflexivamente. Es el periodo de la llamada por algunos “civilización industrial” o “la era del maquinismo”, todo ello a lomos del carbón y del hierro. Los presagios baconianos, los proyectos de la modernidad, tomaban cuerpo; por fin el hombre había logrado un sueño añorado: la indomable naturaleza se sometía a las necesidades estrictamente humanas. Los atributos esenciales y únicos de los que había sido dotado Dios son filosófica y científicamente arrebatados por la nueva razón, más positiva, más humana y menos trascendental. Los nuevos valores al servicio del hombre lo transformarán en el niño que Nietzsche nos revela: impulsivo, irreflexivo, sentimental, dominado por los afectos, sometido a la nesciencia que desconoce, canalla, voraz de todo lo que es novedoso por estéril y superfluo que sea. Los cambios eran especialmente vertiginosos, se proyectaban en infinitud de vertientes. La Naturaleza en su totalidad se entenderá como fuente de energía inagotable y al servicio de la voluntad, racional unas veces, otras caprichosa, del nuevo hombre. En este siglo XXI la Naturaleza finalmente se divinizará, dejará de ser una realidad inerte sometida a leyes necesarias, demostrada apodícticamente, se valorará como entidad benévola, como esencia que ha de ser protegida. La ciudad transforma su paisaje, lo urbano muestra sus fauces de voracidad. Las relaciones de producción se reordenan en función de una idea desarrollista y progresista ambiciosa, entre las diferentes clases sociales se acentúa el desencuentro (hoy entre los amigos del comercio del comercio crece la unión, entre las clases desarticuladas y sin proyecto común que compartir el desencuentro cuando no el encabronamiento), el trabajo fortalece su presencia en detrimento del ocio, éste se transforma en privilegio, los hábitos de vida se encaminan más fervorosamente hacia el consumo. Marx nos muestra la crudeza de la nueva realidad, sus escritos alcanzan el grado de movimiento revolucionario y transformador de una existencia caótica. Como no podía ser de otra manera, el presente en marcha alerta de la necesidad de adaptarse a nivel práctico, político, social, ideológico, e incluso estético y artístico. La idealidad marxiana sucumbirá, la nueva utopía como campo de batalla capaz de sacrificar el presente en marcha, los actos de barbarie justificados.

Hegel, antes que el joven Marx, denuncia la ineludible aporía que anuncia la muerte del arte. La radicalidad y multitud de cambios desmaterializan la obra de arte, el espíritu de la época no encuentra ubicación alguna para su plasmación racional. Es falsa y fatal la estéril disputa entre “clásicos” o partidarios de una arte comprometido con el genio griego y romano y con las ideas guía propias de sus civilizaciones ya pasadas y aún recordadas: belleza, armonía, razón, y los “modernos” o partidarios de la infinitud e inabarcabilidad de la Naturaleza, lo sublime como noúmeno sensible, de la representación artística emocional, personal, original y absolutamente libre, en ocasiones de espaldas intencionadamente a la razón de estirpe griega; nos referimos al movimiento romántico nostálgico de un pasado caciquil, pueril y servil para la mayoría encadenada al yugo del amo. Hegel, desprecia tal dicotomía, es confusa y poco fiel con la historia. La realidad pasada es otra y distingue tres periodos: a) el arte simbólico, egipcio y babilónico, domina el desequilibrio y la desmesura en sus formas; b) el arte greco-romano, tanto éste como el simbólico pertenecen a una época dorada ya pasada, imposible de recuperar, es fiel a la razón y la unidad entre contenido y forma; c) el romanticismo, incluye al cristianismo, en él domina la desuniformidad, la infinitud del contenido, identificado con Dios o la Naturaleza, convirtiendo en insignificante a la conciencia humana y su creatividad (embrión existencialista cuyo discurrir filosófico gira en torno a la angustia humana). El arte simbólico y clásico ya son agua pasada, la nueva civilización industrial no se doblega, no se sorprende frente a su arte, pierde su condición de mito, se realiza y pasa a ser objeto sin interés oculto. La realidad será enteramente humana, física humana, la Cultura (especialmente la alemana) relegará a la Naturaleza a un segundo plano. Es un proceso imparable de desnaturalización de lo real, Hegel lo celebrará como un triunfo de la razón, del Espíritu Absoluto: “lo real es racional, lo racional es real”.

Los augurios hegelianos anticipan la tragedia del arte de la sociedad industrial. Los nuevos sistemas de producción desvirtúan con inagotable perseverancia lo auténticamente esencial. El arte de vanguardia se refugiará en el único espacio en el que puede sobrevivir: el de lo accidental, cambiante, transitorio, fugaz, o efímero. Es el momento del dadaísmo, de la incorporación de las nuevas tecnologías al arte: la fotografía, entendida como fin de la pintura, o el cine, de la ruptura sistemática de todo corché metodológico, de la renovación de las reglas creativas, de las propuestas futuristas, caso del cubismo de Picasso. Camino de la posmodernidad, fin de la razón, hegemonía sin límites de lo emocional, de lo vivido como verdad y realidad irrefutables. El arte se sustantiva, se hace autónomo, se libera de sus patrocinadores: la religión, la política o los ejércitos ahora nacionales, ahora la obre de arte se firma, se hace del artista un santo laico, se le convierte en un nuevo creador.

II.- La industrialización como objeto de crítica del realismo artístico

   El movimiento artístico realista, frente al neoclasicismo o romanticismo, encuentra como motivo de su hacer creativo: el mismísimo sufrimiento humano, la del campesino apegado a su terruño, o la del trabajador de la fábrica sometido a la dictadura de la producción. Es un momento de gloria humana, pero también es un momento de tragedia humana, con frecuencia silenciada y asumida como inevitable. Dicha predisposición artística es problemática, se entiende como subversiva y afín a corrientes revolucionarias con sospechosos tintes emancipatorios. Es un arte fuertemente ideologizado, caso de Millet, Courbet o Menzel, y así lo denunciará Baudelaire: “sus campesinos (los de Mollet) son pedantes que tienen de sí mismos una opinión demasiado elevada. Muestran unos modos de embrutecimiento sombrío que dan ganas de odiarlos…”.

El arte se transforma, se instala en torno a la ciudad, ahora industrial, foco de atracción de seres humanos dispersos, sin ningún punto de encuentro más allá que el de intentar paliar su miseria con lo único que poseen: la fuerza de trabajo. El arte ya no será una manifestación vertebradora, ya no exaltará como antes el sentimiento comunitario. El arte pictórico se sumerge en una crisis sin precedentes, la fotografía arranca más adhesiones y entusiasmos, la arquitectura urbana perderá su interés por lo bello, se deslizara por la rampa de lo meramente decorativo, es decir, sin espectador que muestre interés por su técnica, por su obra acabada, su interés por exaltar frente a otros su esplendor, ahora lo estrictamente útil se tornará necesario. De este modo, lo bello o estético se verá relegado frente a lo útil y pragmático; lo original, creativo, artesanal, propio del arte, dejará paso a la producción en serie de las nuevas industrias.

Frente a estas manifestaciones épicas de una realidad cruel, frente a este arte de denuncia, aparece una perspectiva nueva: el impresionismo, obra de Monet. Busca en la luz y en el color una vía de huida de un arte acotado ideológicamente. El contenido de su obra no será el sufrimiento humano, la esclavitud del maquinismo, no interesan las connotaciones morales y políticas, interesa la belleza, lo lúdico que puede ofrecer la nueva era. Refleja esa misma realidad, no la elude, pero la interpreta como logro humano, no como deterioro. Es un arte dirigido a un consumidor ansioso por ver artísticamente reconocidos sus logros: la burguesía ociosa en las mañanas dominicales quiere evitar cualquier perturbación del alma. La literatura degenerará, será protagonista una nueva figura: el atormentado y antihéroe, un nuevo idealismo maligno e incompatible con la realidad. Kafka un reflejo de esta nueva realidad literaria.

III.- La ciudad como utopía de las vanguardias

   Es acertado señalar la auténtica autonomía e independencia del arte de vanguardia respecto al Estado y a la Iglesia, los nuevos aires de secularización, coincidentes con el repliegue de la Iglesia ante el empuje cada vez más evidente de las ciencias, y de democratización fueron favorables a sus reivindicaciones iniciales. Ahora bien, es también obligado señalar que su inexcusable consigna de autonomía halla límites evidentes en el seno de ciertos círculos comerciales privados, sus manifestaciones artísticas sucumbirán en ocasiones a la mercantilización del momento; son frecuentes, desde entonces, las muestras pictóricas en colecciones y galerías. Los amigos del comercio muestran sus fauces, son omnívoros.

El sistema, cada vez mejor engrasado, reivindica un perpetuo crecimiento económico apoyado en el libre consumidor. Un sistema coordinado en sus élites, grupos en la oscuridad, fuera de la prensa, de las redes sociales, que tejen sus telarañas sin ideologías y con el dinero que les permite perpetuarlas y construirlas. Las mercancías necesitan una renovación sostenible, el interés del consumidor por lo nuevo evidencia la huida de lo perdurable. El nuevo sistema necesita evitar barreras que entorpezcan su calculada labor, los Estados han de ser fagocitados, debilitándolos cuando no fraccionándolos, nuevo culto a las identidades ficción nacionalistas. El consumidor menos libre puede seguir comprando, satisfaciendo su ego, con la adquisición masiva de infinidad de productos a bajo coste. El arte de vanguardia se amolda perfectamente a la nueva percepción de la realidad, se torna volátil, persigue en el espectador de la obra creativa el goce del momento, el instante del sentimiento escondido. A esta forma de entender la realidad contribuye poderosísimamente el maquinismo y la formación de grandes ciudades, ahora ya cosmopolitas: New York, Londres, París, Tokio, &c. La ciudad es fuente de inspiración del arte de vanguardia: domina a la Naturaleza, es el gran logro humano, y destaca por su funcionalidad e inagotable actividad, simula ser una máquina, es en su actividad donde el artista de vanguardista ve su verdadera esencia. El arte se vuelve abstracto, trata de rescatar una esencia en perpetuo movimiento, le bastará con eludir lo estable, lo voluminoso, e introducir: el punto, la línea, el color, la geometría con toda su carga significativa y así anunciar eventos futuros que hoy consideramos como cotidianos, eventos tecnológicos, máquinas, como los ordenadores. La obra será la excusa para acceder al pensamiento trascendental (se ha de suponer, y es mucho suponer) de su autor, en caso de que al espectador le importe, o se le instigue para que falsamente finja que le importa y adquiera su salvoconducto al mundo de la cultura circunscrita, homologada y exigida como saber irrenunciable para elevar nuestra voluntad frágil y débil a la auténtica libertad del no esfuerzo, de la espontaneidad, de lo ya dado en mí y que por una acumulación de apariencias distorsionadoras y oscuras impide introspectivamente contemplar el yo auténtico que cada uno de nosotros posee.

IV.- Desarrollo urbano y modernidad arquitectónica desde la revolución industrial

   En aras al desarrollismo la ciudad industrial sacrifica el bienestar: hacinamiento, especulación, contaminación. La ciudad requiere soluciones urgentes, debe incrementar sus equipamientos y satisfacer los deseos de sus ciudadanos. Bajo el prisma de la productividad Fourier idea la ciudad obrera, nacen los ensanches, tipo la Diagonal de Barcelona, nacen los grandes espacios verdes, los jardines a modo de pulmones urbanos.

La ciudad crece, pierde sus límites tradicionales, su personalidad. La industria crea ciudades en serie, sin identidad. La arquitectura reacciona y ejecuta sus proyectos en búsqueda de lo diferente con respecto al momento; dos son las líneas más interesantes:

  1. a) los arquitectos historicistas. Repudian la arquitectura estrictamente industrial, impulsan una vuelta a los modelos pasados con el fin de recuperar valores extinguidos, aparece el estilo neoclásico, el neogótico o el neomudéjar.
  2. b) la arquitectura de “ingeniería”. Trata de reconciliar el progreso industrial con el arte, por ello incorporará en sus obras materiales propios de la industria: cristal, hierro colado, cerámica, &c.

Son otras las arquitecturas urbanas que irán haciéndose hueco. A finales del siglo XIX, en la ciudad norteamericana de Chicago, tras un incendio que la devastó, nace un nuevo tipo de ciudad, nace la ciudad de los rascacielos, se tiende al aprovechamiento vertical del espacio. Es la llamada arquitectura comercial. Otros estilos arquitectónicos tienen su presencia más significativa aquí en España, se pretende crear una ciudad abierta  a la naturaleza, más alegre, en la que quepa el color, el adorno, la novedad, lo atrevido en el seno mismo de lo público, de la calle, es el modernismo. Un claro ejemplo, de prestigio internacional reconocido, es la obra de Gaudí en la ciudad de Barcelona. También merece ser destacada la arquitectura del movimiento La Bauhaus, busca la conciliación entre arte y funcionalidad, o la de Le Corbusier, arquitectura racionalista, y su modelo de ciudad funcional, persigue la distribución de la ciudad como respuesta a las demandas clave: habitar, trabajar, circular y cultivar el cuerpo y el espíritu. Actualmente predomina un arte urbano efímero, y se sugiere una vuelta al campo, ahora bien entendido como un modelo no masificado de ciudad. Es el momento de la ciudad total, la agricultura y la ganadería en horas bajas.

V.- Estética y tecnología: la moda y el imperio de lo efímero

   El siglo XX es el momento de la definitiva asociación entre estética y tecnología, entendida ésta como hacer derivado de las ciencias. Continúa en el siglo XXI. Un tercer mundo semántico, Kitch, convierte al hacer artístico en fetiches al alcance de la mayoría y así se democratiza a la vez que se degrada. La libertad se devalúa, la felicidad coloniza las existencias cada vez más diminutas, individualizadas y divididas. Bajo el paraguas de la funcionalidad ambas perspectivas hallan su lugar, no sólo interesa en la obra su belleza, originariamente inútil, estéril en el campo práctico sino también su contenido de eficacia, de utilidad. Debe servir y ser bello. Son varios los terrenos artísticos sometidos a las nuevas tecnologías y a las nuevas visiones de la realidad. Así, destacaremos la música, intensamente influencia por muchas de las nuevas tecnologías, hoy se habla de música “tecno”, hoy no existe ninguna gran superficie comercial sin música de fondo instalada como artimaña que anima al comprador en su apasionada faceta de consumidor, pero es que incluso la música clásica no logra eludir la industria discográfica, se exige, por parte del consumidor, un sonido de alta fidelidad sólo realizado por reproductores sofisticados. Tampoco la fotografía escapa a las nuevas olas tecnológicas, menos aún el cine, el séptimo arte constituido, entendido, y valorado, como “industria” que en el caso de las superproducciones cuenta con la inestimable ayuda de los ordenadores, auténticos artilugios de producción de imágenes. Pero, quizá sea la industria del automóvil la más descaradamente comprometida con la nueva idea de funcionalidad; así, hablamos a pie de calle de “utilitario” como modelo de coche capaz de reunir tres virtudes tecnológicas propias del siglo XX (el seiscientos fue el símbolo de “utilitario” que aupaba en la década de los 60 a la España franquista a un proceso productivo industrial, capitalista y rigurosamente tecnológico) y del nuestro: belleza, economía y funcionalidad.

El ideario colectivo se torna condescendiente con los tiempos impregnados de tecnologías en muchas ocasiones desconocidas, se nos hacen cada vez más inaccesibles, pero con todo, aceptamos sin más la necesidad perpetúa de renovación, se odia lo permanente, lo duradero, se apuesta por lo nuevo, por la innovación sustentada en la idea de progreso, idea por otra parte tan propia del siglo que vio consolidarse la industria, el siglo XIX.

A nivel reflexivo ocurre otro tanto, se evita lo esencial, lo eterno, lo permanente. Los contenidos morales, epistemológicos, metafísicos, están sometidos a la dictadura del cambio. De lo estático y trascendental se pasa a lo estético, a la apariencia, a lo efímero. El pensamiento es débil, es el pensamiento de moda, en él se abre la posibilidad a que el lugar de la filosofía, ya agotada, sea ocupado por el pensamiento oriental, las religiones politeístas, el saber popular tradicional ausente de contaminaciones científicas, &c. Lo importante en la nueva realidad simplemente aceptada, escasamente analiza, es subirse al tren de la moda, dominada por las marcas con las que el individuo (¡independiente!) se identifica; ideología inculcada, perfectamente reflexionada, y que apuesta por la ideología del gusto por lo frívolo. El individuo cambiará al frenético ritmo de las modas.

En esta línea, del individuo y del consumo, se enmarca la publicidad. Ésta no sólo gestiona las mercancías, sino que sugestiona y seduce estéticamente al ciudadano, o mejor: al consumidor. Es prioritaria la estética del envase, la mercancía entra por la vista. El consumidor será tratado como mercancía, proliferarán y cobrarán especial importancia: los asesores de imagen, los gimnasios, los centros de alta cirugía estética, &c.

A su vez, a partir de la vulgarización de las tecnologías el arte se generaliza, se democratiza y se hace cotidiano. El diseño se hace arte y cubre espectros hasta ahora desconocidos: diseño por ordenador, diseño gráfico, diseño artístico, diseño urbano, &c. Diseño, arte e industria al servicio del consumidor. Lo único, hasta entonces exclusivo y esencial en el arte, es abandonado. Ahora lo estético no es único y aparece en serie. El arte definitivamente será una privilegiada fuerza productiva, una mercancía más al servicio del consumidor y con el atractivo de lo bello y el buen gusto.  El atractivo del fetiche, de la mercancía entendida como sagrada y reconocida por el espectador ahora a las puertas de la santidad vía cultura, vía santidad sin dios al que adorar.

Con todo, permanece una arte sustantivo que logra perdurar en el tiempo, que sirve de catalizador e intérprete no sistemático de la realidad, un arte que trasciende su tiempo histórico y nos ofrece soluciones a dilemas del presente. Un arte ajeno al ocaso, un arte entreverado con la estética, un arte no adjetivo, independiente, más allá de ideologías, más allá del ego diminuto de su autor, un arte que circula sólo, sin ayuda de nadie, transducido para ser entendido por otros. Un arte que vehiculiza mitos y cohesiona. No es abundante, es cosa de genios, pero existe, no es una mera ficción patológico y si se colectiviza utópica. Es arte que exige ser reivindicado. Sobre lo dicho, un ejemplo, la obra de Cervantes escrita en español, universal, y que logra demoler el idealismo por ser un fantasma pernicioso, ya sea en su vertiente ideológica o ya sea en su vertiente reliogiosa. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha un auténtico lobo para los idealismos por ser estos incompatibles con la realidad.

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