Huellas para no recorrer

Fecha: 8 marzo, 2020 por: dariomartinez

Contra la violencia sobre las mujeres. Intolerancia

No es una reflexión sobre el amor, ni mucho menos, es un recorrido por el odio desde lo más primitivo.

La primera fase del ciclo de la violencia machista es previa a la estrictamente agresiva. La relación viene marcada por los sentimientos, espacio afín a la irreflexión; el cuento de hadas comienza a conformarse, a tomar cuerpo como realidad frente a los demás. El reconocimiento social es prescindible, el desafecto de aquellos que son más próximos a la relación es natural, carece de importancia dado que “lo nuestro es diferente, auténtico, eterno, único”, cada día se vive con la intención de alcanzar el mayor grado de intensidad, cada instante ha de ser inolvidable, no se programa, no se intenta proyectar racionalmente de cara al futuro, muchos de los acontecimientos de la pareja surgen espontáneamente y entre ellos puede estar el nacimiento de un hijo. La relación sentimental se alimenta internamente y cada uno de los miembros posee su rol, en el mito el hiato es evidente: el hombre ha de proteger a su amada, está debe asumir su condición de sumisión, su naturaleza desvalida y desprotegida. Se inicia en el hombre una reafirmación de su condición previa desvirtuación de la realidad, su autoestima se eleva a la vez que decrece en la mujer donde su sometimiento se canaliza hacia lo habitual, se transforma en rutina; ella es controlada por su pareja a distancia, sabe de cada una de sus acciones, de los tiempos que dedica, de las relaciones que mantiene, del contenido de sus conversaciones, de sus llamadas. Se inicia un proceso de colaboración exculpatoria de acciones coactivas que por habituales se entienden como normales, aquí la mujer cierra, en colaboración con su pareja, el círculo de amistades, estrecha el vínculo con los familiares, y su vida social comienza a extinguirse. Todo ello alimentado por un amor incondicional, ciego, cruel y que puede llegar a matar. Una vez fijadas estas condiciones de relación presididas por la desigualdad, por unos roles marcados y asimétricos donde el distanciamiento entre la condición de persona en tanto que mujer y la del hombre es cada vez más amplio, se acentúa la fase de tensión y en ella su interés se orienta a la satisfacción sin mácula de reproche de los excesos de su pareja.

De darse estas circunstancias el cuidado de un hijo perpetuará una inercia de destrucción cada vez más grave. Un hijo exige esfuerzo, constancia, cambio en la rutina con sus amigos, en los hábitos de salida, en los gastos. Decían los romanos que un hombre se hacía verdaderamente libre cuando tenía un hijo y asumía su responsabilidad, es decir, dejaba de comportarse como un adolescente y pasaba a la etapa de madurez. Lo contrario es una especie de síndrome Peter Pan, el hombre se doblega a los instintos más primitivos, no admite responsabilidades, luego no reconoce culpas. Su reiterada inaptitud, su comportamiento hostil permanente se va acumulando, su rabia se incrementa y encuentra salida de modo agresivo en quien se halla más cerca y se muestra más dominada: su pareja, la madre de su hijo, que sola y sin ayuda evita con su silencio proteger (erróneamente) a su pequeño ocultando a quien puede ayudarla externamente la gravedad de la situación. Ésta fase de agresión es una manifestación clara de despersonalización de la mujer por parte del hombre, lo que facilita la agresión por la sencilla razón de que no muestra ningún tipo de empatía con su víctima. La explosión de ira no es permanente, el tiempo atempera los nervios, la reflexión de lo sucedido exige disculpas: se considera como algo ocasional, anecdótico, “no volverá a suceder”, y se finaliza afirmando la necesidad de reconocer su arrepentimiento. Decía Espinosa que no hay virtud en el arrepentimiento, y no la hay porque se desliga su persona actual del acto objeto de reflexión. Así, se entiende que se pueda decir que en ese momento no era él, estaba ido, y por lo tanto no se hace responsable de lo acontecido. Dicha fase de arrepentimiento o conciliación deja latente a la verdadera persona, no es que haya aparecido y rápidamente desaparecido fruto de un olvido autoimpuesto, es que puede aflorar en cualquier otro momento. Llegados a este punto, lo virtuoso empezaría por un reconocimiento explícito del error, lo que significa asumir culpas y responsabilidades no desvinculando su persona de su acción violenta y gratuita. Lo virtuoso sería hacer socialmente visible su acto, darlo a conocer, y que sea la sociedad la que lo juzgue y sean sus instituciones las que le obliguen a expiar su culpa e iniciar de modo inmediato un cambio en su trayectoria de vida que le permita rehacerla. Ese cambio pasa por reconocer que lo mejor es abandonar a su pareja  e hijo y esto no sólo porque se vea obligado por las autoridades que legítimamente tienen el monopolio de la violencia, sino porque también él sea consciente de su responsabilidad. Si esto no sucede puede concluir el proceso de la peor forma posible, en el asesinato de la mujer y/o la de su hijo, acto irreversible y que más directamente atenta contra el derecho a la vida. Del cuento de hadas se pasa a la tragedia, no en un momento sino en un largo proceso que va dejando señales de horror por donde transcurre. Reconocerlas es una obligación de todos y denunciarlas, además, un deber.

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