La importancia de la tristeza
Fecha: 10 noviembre, 2020 por: dariomartinez
No cabe duda que es un buen momento para ver series, escuchar partidos, rescatar del olvido para poder visionar con calma alguna que otra película, más si uno no tiene hijos o hijas. No es mi caso. Selecciono. Acudo aquí y allá, es una especie de juego errático. Soy consciente de que en ocasiones si en el tiempo uno explora de forma superficial parece que domina en la elección el mero azar, no se vislumbra una lógica que permita dar sentido a lo elegido. Puede ser un síntoma de la nueva situación lejos aún de un regreso seguro a la nueva normalidad. La escaramuza del verano un hecho. Volver a repetir un nuevo confinamiento más o menos drástico una posibilidad.
Pues bien. Veo una serie, un documental en partes, hasta ocho: «El desafío: ETA». Protagonizado por quienes fueron muchos de sus más destacadas figuras por su capacidad de dominar y controlar voluntades ajenas, es decir por su potencial poder ya sea por la palabra y en forma de persuasión ya sea por las armas o las leyes.
Aquellos que operaban como sujetos de manera enconada, por un espacio que por un lado reivindicaban desde las instituciones y por otro desde el terrorismo, entendido este como ese ejercicio arbitrario capaz de someter al otro hasta hacer de él un colaborador silencioso que por pura cautela prefiere no hablar, no escuchar y permanecer ciego como espectro que vaga por un territorio bello, idílico, en el que tan sólo abundaba una atmósfera cargada de cenizas de odio; insisto, por ese territorio, ambos bandos, lucharon gobernados por las reglas de un juego perverso que solo daba como ganador a quien lograba sobrevivir. La coacción descargada en forma de violencia gratuita y terrorista obligaba a la autocensura; la lucha por la vida era una exigencia diaria al margen de las normas. No destacar, pasar desapercibido, ser uno más, un compromiso con la vida. En esa tristeza la libertad se ausentaba, uno no podía ser mejor, abrazar la alegría a no ser que se despojase de las vicisitudes y miserias de los demás. Ser egoísta casi era una virtud. Las sombras del ciprés eran alargadas, sí, pero sobre todo eran muchas.
Detrás de todo una ficción, un mito poderoso, oscuro, y perverso. «La patria de los vascos». No me lo invento, es obra de Sabino Arana Goiri. Su interés por la pureza racial, la exigencia de una ristra amplia de apellidos vascos, la no mezcla, el menosprecio explícito del maketo, del español que no quería saber batua, capaz de bailar agarrado en las fiestas, blasfemar, usar navaja, repudiar las leyes viejas, menospreciar o dejar de lado a Dios en asuntos sociales y políticos, que vivía de su labor industrial, sin apego al terruño; ese ser prejuzgado, depósito de un malestar envenenado, no acabó con el padre fundador del actual PNV, no. Tampoco caló su mensaje sólo en sus afines, en tierra firme de acólitos. Ni siquiera fue su mensaje por irracional fosilizado desde una filosofía capaz de triturarlo y convertirlo en una reliquia inútil. Todo lo contrario, se amplió, estímulo, propagó y asumió por otros que en nombre de la patria vasca, de la nación vasca socialista e independiente, nos dicen (José Luis Elkoro entre otros) sin rubor que las manifestaciones espontáneas allá por el verano del 1997, tras el secuestro y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco Garrido se debieron (el quiebro interpretativo es sorprendente) a que brotaron en una localidad, Ermua, que con la llegada de la industria (en otras palabras: con el desarrollismo del franquismo) a su valle pasó de 700 habitantes a 15000 en 40 años y el resultado, y esto es de especial interés, es que se consolidó una sociedad heterogénea formada por «no vascos», es decir por ciudadanos inferiores que no querían amar lo puramente vasco. Escribía el Sr. Arana: «Muchos son los que se creen bizkainos (tampoco tenía gran aprecio por los territorios de Gipuzkoa, Nabarra o Alaba, no se vayan vds. a creer, su odio enfermizo tenía más amplitud en los años finales del siglo XX, curiosamente cuando España perdía lo que fueran sus últimos territorios de ultramar: Cuba y Filipinas). Mas para serlo les falta todo; y mucho, para ser hombres», luego el remedio interpretativo de uno de los miembros de la que fuera la ilegalizada HB coincide con el del ultraconservador Arana cuando nos daba como solución al problema vasco en tanto que integrado en España: «No se crea, sin embargo, que el remedio está hoy en empuñar el fusil contra el maketo. Nada de eso. El remedio está en desterrar de nuestra mente y nuestro pecho toda idea y todo afecto españolista». Claro que desde su óptica distorsionada los maketos no sólo eran los enemigos eran los moros del pueblo vasco.
Colofón. Parte de la izquierda actual, no lo logro entender, lo asume y lo reivindica como bueno, como valor práctico positivo por el que algunos creen que es justificado luchar y matar, tanto que al ser criticado su tufo racista de fondo se puede mostrar implacable. Con su rostro más amable, se puede arropar del tan socorrido relativismo cultural para intentar equiparar discursos, comprender al otro, empatizar con todo, y de paso comulgar con ruedas de molino. El mito se hace dogma. Del seminario a la calle. El nacionalismo hace realidad y sin milagros que el espíritu del pueblo se traslade del templo a lo mundano y a lo académico, y lo logra vía lengua como dimensión suprema y auténtica de la identidad cultural. La patria, la tierra en la que yacen para la eternidad los muertos, no merece la sepultura de quienes no son de ella. La impureza por inauténtica degrada. La lucha armada ya está justificada.
El terror se socializó y su mal de origen nada más y nada menos que una utopía hecha realidad como distopía. ¿Qué queda? Se dice: silencio y dolor. Se eleva a lo individual, se traslada a la esfera privada. Se ha de olvidar, lo que no quiere decir que no se haya de hacer Historia para ser enseñada (Herodoto).
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