La inmortalidad de un genio: Ennio Morricone

Fecha: 6 julio, 2020 por: dariomartinez

No es obligatorio. Para nada es necesario. Sin coacciones. Decisión libre que aspiro a proyectar hacia lo mejor. Me reconforta poder recordar a Ennio Morricone. Acompañó muchos de mis largos viajes por Castilla y León. Eludió con su música el tedio de un trayecto repetido por obligación y en soledad. Compositor magistral, genial, a la altura de los menos, elevado a lo divino. Fue más allá del saber, alcanzó la intuición  de la melodia perfecta para cada mometo. Desmaterializó el arte y nos atrapó con el sonido. Empujó con la fuerza justa de lo que sólo podemos sentir por el oído las imágenes de películas inolvidables: El bueno, el feo y el malo, La misión, Érase una vez en América, Por un Puñado de dolares, Hasta que llegó su hora… Su música tomó las riendas de un poetizar dramatizado en un presente de ficción con un equilibrio tan apolíneo como fascinante. Su hacer fue laudable e inmortal, geométrico, racional y estéticamente puro. Quien no sienta la belleza de su música es como una simple roca que en el lecho de su cauce sólo pude dejar deslizar el fluir de la corriente de un agua que no la altera. Se ganó el respeto de todos, de los entendidos y de los que como yo somos meros espectadores que sentimos una música tan llena y de embriagadora belleza que somatizamos lo inexpugnable a través de un vello cada vez más escaso que se nos eriza, momentos en los que no permitimos ningún tipo de interrupción; música apta para escuchar y avalada para ordenar un silencio que no se puede quebrar. Música que apela al espectador para que de forma libre le rindamos cuentas. Analiza la realidad ya de por sí mitificada para darle una vuelta más y mejorarla, no degradarla a lo estéril y fátuo. Es una música que brota de un artista con mayúsculas, un psicagogo que logra conducir las almas, elevarlas, despegarlas de la prosa de la vida, y transportarlas a un mundo de fantasía que por un momento lo vivimos como real. Logra con su hacer el propósito pergeñado: permenecer en la memoria. Construye una nueva realidad para deleitarnos, para extraer lo imposible: nuestras emociones y sentimientos más íntimos, de otro modo inexpugnables, imposibles de conocer y reconocer por uno mismo.

Algunos de mis mejores amigos disfrutaron de uno de sus últimos conciertos en directo, en su Italia, con su público más cercano, con sus paisanos. Les envidio y me alegro de su suerte. Creo que si hubiese ido con ellos me vería en la tesitura de controlar las lágrimas por vergüenza, sería algo mágico, a la altura de quien eleva la persona a lo más alto. Esa magia única por fortuna trasciende su persona, no muere. Su arte no es algo meramente físico, no se reduce a un conjunto de ondas que viajan por el aire, no es tampoco lo que cada uno experimenta, ni lo que pensó su autor al albur de sus circunstancias; no se puede reducir a un mero fenómeno psicológico, es también una hacer objetivado, público y universal; es un saber hacer sometido a la interpretación más severa, transducido para que otros lo entiendan e institucionalizado a nivel académico por méritos propios. Todo ello ha de entenderse como contenidos materiales necesarios, que se pueden disociar, pero jamás separar.

Un encuentro a recordar. La guapísima Claudia Cardinale se presenta con puntualidad en su destino programado. Llega su hora y en esta ocasión es sólo el inicio de una nueva vida, no es su muerte; atrás deja su vida de mujer sometida a la tiranía tolerada del lupanar. Ya no quiere que su libertad sea arrinconada entre cuatro pardes diseñadas para satisfacer los placeres más primitivos de quienes ni si quiera conoce.

Desciende del tren. Todo aparentemente normal. La ciudad es bulliciosa, dinámica, hombres libres y no tan libres circulan con rapidez. Son átomos de yoes con sus trayectorias de vida independientes. En el caos de lo diverso hay una esencia en forma de mano negra que lo armoniza. Es la obra maestra desde el origen del pueblo americano: su libertad inidividiual como esencia de su nación política. Como todos cree estar segura en ese orden. La familia, casi desconocida, su visado para un mundo lleno de oportunidades y de obstáculos. Su cuerpo ya no será jamás una mercancia al servico de los demás. Todo está en orden, parece que nada falta. Su equipaje, la estación elegida, su determinación y convicción. Sabe que es bella y que en el espacio público ha de agradar pero no se conforma, también puede irritarse y se muestra antes los demás firme. En el ir y venir de una estación del Oeste americano el tiempo asociado a un lugar como ese es efímero, es un  presente reducido a sus máximas cotas de devenir, tan perentorio que casi queda en el instante. Todo cambia, en un breve espacio de tiempo nadie queda. Sola, con la sola música de Morricone que la dirigirá. Nadie la recibe. La belleza permanece en la imagen de una mujer decidida a continuar pero que el espectador ve como inexorablemente se postra a la música. Se doblega, se deja llevar. Se silencian los diálogos, se prescinde de lo rutinario porque se sumerge en una melodía invisible que la empuja al drama que le espera. Permanecer allí no tiene sentido. Darse la vuelta no es una posibilidad (Nueva Orleans). Ha de seguir con su sueño (Sweet water), cueste lo que cueste. El pasado se cancela, el futuro se le abre de par en par, no se dice pero se escucha, ningún espectador lo puede dudar. Es un mundo tan nuevo como salvaje, pero habrá de sobrevivir…haciéndose fuerte, manteniéndose firme, siendo cautelosa y generosa con quienes de verdad y por primera vez la quieran.

Pocos compositores fueron capaces de poner de rodillas en una escena de cine la imagen en favor de una melodía escogida para el gran público. Morricone lo logró y no sólo eso, lo hizo habitual, lo convirtió en virtud. Su término medio en el terreno del arte fue lo sublime. ¡Qué grande!

Rindiéndonos a su talento le damos las gracias. Su inmortalidad, ahora sí, está garantizada. Fácil tarea cuando está sobradamente acreditada.

 

 

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