Síntoma de una posmodernidad necrotizada
Fecha: 23 junio, 2020 por: dariomartinez
La figura de Cervantes humillada, ultrajada. Es una estatua, es una realidad inoperante. No se defiende y no puede transmitir ningún miedo. Embadurnarla con pintadas soeces no impulsa al autor de dicha acción para nada poética a la reflexión, a la cautela o la razón. Lo anima al odio, estimula su ira, se crece como protagonista de una mayoría moralmente superior, capaz de decidir ideológicamente lo que es elevado y de degradar hasta la mera cosa y la insignificancia lo que deplora. La realidad es un relato, lo importante es como lo vive cada uno. El pasado carece de razón, de argumentos, de documentos, de hechos, de reliquias, nada importa. No se necesita leer, menos estudiar, la conciencia de cada cual determina lo verdadero. Tampoco es preciso conocer algo de la obra literaria de Cervantes, parece que nadie leyó su obra, lo que sí saben es que era español, y en la propaganda cavernícola y asentada en la imagen de la imagen, en la pura doxa, ajena a la verdad, sólo se es capaz de construir un relato atractivo y verosímil. Anteriormente se necesitaba del auxilio de la razón, la ficción era un prueba de la realidad, una construcción en la que se daba cabida a lo extraordinario, misterioso, inexpugnable, para que poéticamente la imaginación y la razón hicieran una realidad esencialmente estructural nueva y, no operativa, atractiva. El romanticismo acude a los sentimientos pero recupera el músculo de la razón para poetizar. Esas obras sofisticadas, complejas, penetrantes, nos asustaron con su hacer, nos hicieron ser un público con el miedo limitado a la imposibilidad del riesgo, permitieron que su historias a través de la literatura, la pintura y el cine nos transportaran a una nueva realidad ficticia y nos apartaran de la prosa de la vida.
Ahora el mal gusto domina. La sinrazón se impone en forma de mayoría. La verdad se trunca. Lo verosímil se afianza y vía retórica y zafia poética se instala en la realidad de las relaciones humanas. Así Cervantes y Fray Junípero Serra son fascistas y para más ahondamiento de lo patético son los responsables intelectuales del asesinato racista de George Floyd, es decir de odio acreditado por la superioridad de un grupo sobre otro por cuestiones supuestamente emanadas del rigor de la ciencia biológica, y por cuestiones de fe que sólo su Dios permite desvelar a sus fieles (al infiel le resta la espada nos decía Lutero). El acto vandálico contra el busto del ilustre escritor universal y en lengua española es arbitrario cuando no está programada ni la fecha, ni la hora, ni la autoría. Deja su marca, cruces célticas (tufo mítico y de desprecio de lo no propio) y lo peor de todo es que atemoriza a una franja amplia de la sociedad estadounidense, así sus víctimas son las receptoras del mensaje implícito en la acción. Se apoderan del control de su palabra y las somete al silencio o a la mera disculpa embadurnada de relativismo donde por honor al respeto y la tolerancia psicológicos todas las opiniones articuladas de espalda a la verdad son isovalentes. Esta vez el temor es real, no poético, no geometrizado en el terreno del arte, y esta vez el silencio o las palabras vacías son colaboradores.
Un fenómeno más de la astuta leyenda negra sobre España. El prurito contra toda historia salpicada de racismo elude con el peso del olvido la condición de propietarios de esclavos de algunos de los padres de la nación americana como G. Washington y T. Jefferson, o elude que doce de los primeros dieciséis presidentes de los EE.UU eran propietarios de esclavos. Seguro que no son objeto de actos vandálicos adueñados de deseos espurios o de voluntades de poder necesitadas de reafirmamiento de valores que entienden como incuestionables, fundamentales e incluso dogmáticos, muchas de las estatuas que están salpicadas por toda su geografía. El fin del Estado es la libertad, es la apuesta por una razón que facilite el entendimiento y la convivencia, que asiente las bases para una vida mejor, y que no fomente la ira, el odio, la voluntad individual y sin límites de poder y los deseos ajenos a la comunidad.
Pruebas en nuestro presente en marcha fraguadas en la historia: el mestizaje, el número de indios (que por cierto no viven en reservas a modo de seres que enriquecen la biodiversidad, ni están esquilmados como en tantos territorios del Norte de América), sus cotas de poder, su protección y presencia de lenguas, su implicación en la historia vía universidades, hospitales, ejércitos, todo ello puesto en marcha a través de las misiones, las encomiendas, lo que serán los futuros fuertes, por religiosos y civiles españoles como Fray Jupínero Serra. Y en el finis operantis no olvidemos el testamento de la reina Isabel la Católica que ya en el siglo XVI nos deja para que trascienda su persona humana operatoria el siguiente deseo en relación con la conquista del Nuevo Mundo que hará nuevo al Viejo Mundo europeo: «Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien». Esto no quiere decir que eludamos de un plumazo los finis operis materializados por la ira, el poder y la avaricia de unos hombres que alejados de su país entendían que la ley no les incumbía.
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