Día del libro. Día grande para las letras españolas. Tecnología poderosísima materializada en forma de sonidos, letras y me atrevería a decir que también en gestos. Herramienta gramaticalizada en su día para dar forma a todo un Imperio. Organizar algo tan grande a nivel social, religioso, político, económico, militar y cultural le permitió a Cervantes poder plasmar su poetizar a través de una ficción única.
Una presencia merecida: Cervantes. Más de cuatro siglos entre nosotros. Su Quijote en el olimpo de la novela moderna. La figura del antihéroe. El personaje que se convierte en persona, que entierra su ser original, para hacer algo tan grande como la universalidad de su momento. Un ser que para existir necesita salir de su biblioteca: « Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer». Un héroe que extiende su locura por obra de quienes le siguen el juego. Un personaje que muere con el renacimiento de su verdadero ser: «Señores -dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano», pero que hemos de asimilar para reconocer los restos de un nuestro naufragio, para saber estar atentos a los avatares de la vida en común, y saber hacerlo si es aprovechado con la ventaja de una lengua hablada ya por 500 millones de hablantes.
Festejemos con el recuerdo a un maestro de las letras españolas. Reivindiquemos el día del libro, pero no de cualquier libro, acudamos a los mejores, apostemos por hacer inteligible el arte noble de la literatura, huyamos como de la peste, como de una epidemia preparada para la pesadilla, de la mediocridad, de los puros sentimientos, de voluntades cargadas de sinrazón y efecto de una espuria inteligencia superior e inaprensible. Descartemos el sumidero de lo irracional, no nos sintamos atraídos por delirios sin gusto, o literaturas banales, reivindiquemos lo universal. Otorguémosle la importancia que se merece a quién verdaderamente se ha de leer, seleccionemos lo mejor, acojamos con los brazos abiertos a los menos, a los verdaderos sabios. No olvidemos a Cervantes. En nuestro recuerdo su presencia.
Son los años 90 del siglo pasado. La euforia de ser oficialmente europeos nos embarga. Por fin la salida a nuestro atraso histórico y con él a nuestros problemas. Las reconversiones ejecutadas en sectores como la minería y la siderurgia habían reconstruido un nuevo terreno de juego productivo. La meta diseñada con la astucia del que sabe hacer las cosas con la falsa sonrisa del amigo ya estaba fijada. Nuestro nuevo compromiso como país consistía, entre otras cosas, en ajustar nuestra deuda a unos parámetros de saneamiento muy exigentes. La solución solo parecía ser una: vender todo nuestro tejido productivo, energético y de transportes para sanear de una forma rápida, y para asombro de Europa, nuestras arcas. Lo mejor de la capa basal de nuestro Estado lo poníamos en manos del comprador más fuerte. Las empresas que por sus dimensiones, estructura, capacidad de competencia, agilidad en la distribución, con cotas importantes de mercado y que más ingresos aportaban al Estado eran vendidas. El objetivo cumplido, el presente ganado, el visto bueno de nuestros socios europeos también. España entra en la unión monetaria europea por la puerta grande. La derecha liberal de los gobiernos socialistas de Felipe y Aznar había cumplido, el proceso privatizador zanjado. Las felicitaciones alemanas y británicas sinceras y ostensibles. Ahora somos del club europeo, somos serios, somos respetados…y pintamos menos, tanto aquí como con los que por tradición, lengua y amistad fueron nuestros hermanos de la América hispana.
Todo según el guion. El presente garantizado, finales de los 90 inicios de nuestro siglo. Los gobiernos han de velar por nuestro bienestar social, su tarea de gestión, planificación y redistribución de la riqueza se ha de orientar a una justicia social que facilite la convivencia. El Estado pierde toda la capacidad material para poder producir riqueza, carece de industrias que puedan generar unos ingresos que le permitan paliar eventuales penurias o desequilibrios sociales. Ahora el único mecanismo para poder aliviar las arcas del Estado son los impuestos. Los más seguros son los relacionados con el consumo. Llegan a todos pero tiene como efecto el castigo de los más débiles. Además los paraísos fiscales y la evasión hacen que la presión recaudatoria incida con mayor pulcritud y rigor en las clases medias.
Por si fuera poco, las industrias de peso ya no están en nuestras manos, el Estado no cuenta con una mínima presencia en su accionariado. Fue una opción fácil vender. En cambio hoy comprar o nacionalizar una quimera, no hay vuelta atrás, la simple insinuación política de dicha estrategia económica nos penaliza.
Nuestros representantes nacionales (ministros del ramo) o autonómicos (consejeros) ya solo son espectadores. Las empresas hacen y deshacen a su antojo. El marco legal del capitalismo liberal triunfante se lo garantiza, luego nuestros representantes políticos podrán mostrar su acuerdo o su desacuerdo, pero no podrán, porque tienen sus manos atadas, exigir nada. No lo olvidemos: exige quien puede, y quien puede tiene autoridad. Visto así es fácil entender el culebrón de Alcoa y la justificada indignación de sus trabajadores. Y también plausible entender que desde Pittsburgh hagan lo que consideren más oportuno para sus intereses.
La orangután del zoo de Buenos Aires es sujeto de derechos, ya no es una cosa o un objeto. La ley ahora la protege como persona no humana. Atrás queda el ser pura extensión sometida al rigor de un mecanicismo ajeno a cualquier sombra de voluntad libre, tal y como sostenía Descartes. La modernidad elevó al ser humano degradando al animal y triturando hasta la neutralización a esos seres angélicos que sin materia y con pura forma limitada e inteligente se aproximaban más y con mayor benevolencia a la mismísima voluntad de Dios. El mecanicismo de las bestias, ya apuntado por el médico judío Gómez Pereira, indirectamente dignificaba al hombre como persona con raciocinio. La modernidad inoculaba en la nueva clase burguesa del momento la identificación sin ningún atisbo de duda de persona y ser humano. La intuición del racionalismo cartesiano ahora no logra aprehender las verdades claras y distintas sino que lo que en principio es evidente se tronará oscuro y especialmente confuso. En el inventario de lo nada evidente estará el yo. A pesar de todo el mito del ser humano como persona y racional es dominador y desactivarlo con rigor es una labor de pocos, tal vez ni de sabios, si acaso, tarea ni tan siquiera humana por titánica al ser el error por todos asumido inexpugnable.
Ahora bien, hubo humanos no personas: esclavos o especies humanas ya extinguidas como los neandertales y hay personas no humanas como las tres personas divinas de la tradición cristiana, más allá de que creamos o no en su existencia; honesto es reconocer el impulso de dignificación dado por la teología cristiana al ser humano al resolver la cuestión nada fácil de la naturaleza de Cristo como Dios hecho hombre; la persona era un compendio perfectamente armonizado de naturaleza humana, natural, material, carnal, y de naturaleza divina, espiritual, racional, formal. El cuerpo era un contendido secundario afín a los deseos más caprichosos, pero su naturaleza concupiscible podía ser dominada por un espíritu seguidor de la esencia voluntariosa de Dios como garantía de perfección en forma de felicidad y salvación. El cuerpo, insistimos, es el hogar del alma, y prescindir del contenido que le da forma no es virtuoso, es directamente pecado.
En otro orden de cosas, al otorgar derechos como sujeto a un animal para protegerlo de su indefensión necesariamente lo igualamos a nosotros y en este equilibrio jurídico corremos el riesgo de perder nuestros derechos en tanto que personas humanas. Igualarnos a los animales en el campo de la ética les eleva a ellos pero el precio que se puede pagar es el debilitamiento de nuestra dignidad. El padre de la liberación animal, allá por los años 70 del siglo pasado, sostenía que el siglo XX había sido protagonizado por la reivindicación de los derechos civiles de las poblaciones negras, de las mujeres y de los gays de países instalados en un primer mundo dominado por los desequilibrios sociales, desordenes que acarreaban los privilegios de unos y el sometimiento de otros (Singer, 2011: 361). La dominación de los blancos sobre los negros presidida por una desigualdad fundamentada en un programa doctrinal racial que reivindicaba la verdad de los diferentes grupos humanos biológicamente distribuidos era su coartada ideológica. Su relativismo cultural se perpetuaba en una forma muy sutil de tolerancia del desprecio, la piedra sillar del equilibrio social estaba en evitar el mestizaje, la pureza exigía poner límites legales tanto a los grupos superiores y privilegiados (prohibición de matrimonios mixtos) como a los grupos inferiores y degradados hasta la esclavitud (cosa u objeto de derecho, como tal el esclavo era una mercancía sacralizada en torno a un derecho de naturaleza liberal como el de la propiedad privada, fuente por otra parte de su toma de partido por un iusnaturalismo fraguado como ficción humana original y anterior al Estado). Pues bien, la hora de los derechos de negros, gays y mujeres ya pasó, ya lograron sus metas, ahora es el momento de los derechos de los sin voz, de los más indefensos. Si ellos lo lograron con sus reivindicaciones y luchas por qué no van a poder hacerlo los animales. Singer nos muestra esa cara peligrosa de la demandas animalistas, ese rostro turbio y peligroso en el que se equipara a los negros, a los gays, a las mujeres con los animales en su afán por derrotar racional y éticamente el especismo como forma de racismo frente a los animales.
Por último, leía en la revista semanal de El País una última reflexión del periodista responsable de la noticia en la que decía: “la mirada de Sandra impresiona por ser inteligente”, lo presentaba como una desvelación de la que el resto de lectores no nos habíamos percatado con anterioridad, tal vez por falta de interés real en el asunto, o por falta de conocimientos científicos relacionados con las neurociencias y la etología. En cambio la realidad muestra ser tozuda. No son esos descubrimientos ninguna novedad, lo que nos aportan con sus pesquisas son resultados ya sabidos engolfados de jerigonzas conceptuales que impresionan al noble indagador de información sobre el asunto, pero no es para nada enriquecedor el decir con lo que parecen grandes argumentos trazados en el contexto del rigor científico, que muchos animales razonan, son inteligentes y son capaces de dilatar el tiempo con el propósito de poner el marcha planes de futuro prudentes. Guiados por una memoria fraguada en un hábito que les pondera, sus conductas, por complejas y sujetas a un saber hacer pautado, son culturales. Los animales tienen cultura, objetivamente más pobre que la humana, y también poseen la capacidad de razonar, distinta, más rudimentaria, entre otros motivos por la ausencia de lenguaje articulado y por la falta de unas manos con una destreza única para poder construir artefactos que van desde una aguja de hueso para coser pieles a un misil con ojivas nucleares de largo alcance, ambos artefactos son humanos, ambos son culturales, si bien el misil requiere de una destreza y de una habilidad orientada a la verdad que trasciende lo natural y lo cultural alcanzando un grado de materialidad universal e incluso anantrópico, y ese complejo saber hecho en el laboratorio estará vinculado con la mecánica (sobre el movimiento y sus causas) y con la física de partículas para la obtención de energía atómica controlada para fines militares. La cultura y la razón no son exclusivas del ser humano. En la dialéctica por la supervivencia el hombre primitivo socialmente constituido en grupos reducidos de individuos (hordas o tribus) mantenía un especial vínculo con los animales realmente existentes del momento. Una muestra son las pinturas rupestres, esas reliquias artísticas que permiten indagar con rigor en el quehacer humano de nuestros más lejanos antepasados. Ellos sabían, sin necesidad de la tan cacareada neurociencia, de la naturaleza inteligente de los animales que les servían de fuente de energía para la subsistencia. Su reconocimiento quedó plasmado en piedra, en sus ojos, en sus siluetas, en sus vivos y reales colores y en sus plásticos movimientos los animales adquirían la condición de númenes (Bueno, 1996: 151-187), es decir de dioses a los que había que temer, amar, adorar y cazar para poder comer, vestirse y hacer fuego. Se originaba así una relación muy especial de tipo religioso entre humanos y seres no humanos dotados de razón. Dicha relación asimétrica es el verdadero núcleo del hecho religioso, el inicio de un curso en el que “el hombre hará a los dioses a imagen y semejanza de los animales” (Bueno, 1996: 186) que conduce a un ateísmo en el que el único Dios en el que se cree no sólo es imposible por contradictorio, sino que es un Dios que por infinito ni siquiera desea, lógicamente ha de carecer de voluntad dada su perfección lo que necesariamente le obliga a no querer nada que le pueda absurdamente faltar, luego es obligado deducir que no nos ama, y por si fuera poco con él no mantenemos una relación de fe por estar en ese lugar al cual el hombre con su firme creer es imposible que llegue.
La crisis de la razón del momento, práctica y pura en la línea de Kant, es una brújula sin norte. El sentido de la vida una quimera a largo plazo. El instante perpetúa falsamente un presente perfecto, lleno de oportunidades, donde el mal en forma de error corre de tu cuenta. El individuo sólo y disimuladamente desorientado se abraza a lo más fácil, y lo más deseado es lo más cercano. Hoy en la vorágine de un individualismo estúpido que nos conduce a la imbecilidad, lo que aflora es un síntoma nítido de nuestra idiotez. La falta de reconocimiento dominante por parte de los que son como nosotros, iguales en derechos y dignidad, aboca a muchos a buscar cordura en quien sin ser como nosotros (al no presentar figura humana, salvo el caso extraordinario de Superman que con ser extraterrestre presentaba una figura humana cómica y de comic, hortera y atractiva, impactante e idolatrada, y más cuando uno es un niño curioso y deseoso de sorpresas) es inteligente. El Dios de la tradición cristiana y judía está huérfano de fieles, en su maravilloso ser está nuestra incredulidad. En este naufragio de la razón como hacer reflexivo espoleado por la posmodernidad la vuelta a la religión de nuestros orígenes humanos es un síntoma de barbarie cuando menos preocupante. Podríamos decir que Sandra es no sólo una persona, es una persona no humana y numinosa, pero ahora la relación es ontológicamente falsa ya que es sabido por todos la no divinidad de los animales por nosotros sometidos cuando no domesticados. Quizá lo que si se dé sea un asunto de mejora de una autoestima huérfana de reconocimiento social.
Bibliografía básica
BUENO MARTÍNEZ, Gustavo (1996). El animal divino, ensayo de una filosofía materialista de la religión, Oviedo, Pentalfa.
SINGER, Peter (2011). Liberación animal, Madrid, Taurus.
Es obvio por cómodo. Nos decía Kant que todo empleado público debía obedecer y no reflexionar, resistirse y no usar la razón. Este no era otro que el uso privado de la razón, su lugar la conciencia, lo más íntimo. Nos decía también que todo ciudadano debía reflexionar públicamente con el propósito de llegar a sus lectores, en esto consistía el uso público de la razón. Siendo pocos los lectores y menos los suyos (los de filosofía), el uso público de la razón, el empleo de buenos argumentos estaba destinado a las élites. El vulgo a lo suyo, con retozar en los placeres y aspirar a cubrir sus necesidades ya estaban servidos.
Hoy es más sencillo, es menor la exigencia. Parece que todos somos funcionarios. Nos resistimos a emplear nuestra razón y esto porque es mejor someterse al triunfo de las opiniones. Plantearse otras formas de entender la realidad, introducir el bisturí de la reflexión para triturar mentiras derivadas del consenso es cuando menos desagradable. Mejor vivir tranquilo, obedecer a lo políticamente correcto y ante cualquier discrepancia que la cautela nos conduzca hacia un prudente silencio. Mejor tener la fiesta en paz y la conciencia tranquila. Libremente renunciamos al derecho a razonar.
¿Qué hay del uso público de la razón? El atractivo encanto de la opinión garantiza una vida cuando menos sosegada. Una vez asegurada la individualidad cada uno cree poseer un pensamiento propio, lleno de significado e interés. Desgraciadamente estas opiniones no dejan de ser lugares comunes, tópicos, discursos muchas veces recorridos. En definitiva, el número de lectores, ya no digo de ciencia o de filosofía, disminuye y los temas para no discutir aumentan ¿Se imaginan discrepar en algo, introducir otros planteamientos, sobre lo que la mayoría piensa de la pena de muerte, de la eutanasia, el aborto, el nacionalismo, o de ideas como las de paz, violencia, felicidad, cambio climático y tantas otras?
Solución: hablemos de comida, reunámonos para comer, veamos programas de cocina, investiguemos sobre recetas culinarias de cualquier país exótico, leamos a los grandes chefs… O lo que es lo mismo, devanémonos los sesos para no discrepar, protejamos nuestra conciencia de lo diferente.
Se nos dice machaconamente, como idea fraguada en la reflexión más exigente de cada uno de nosotros, que las tecnologías, sus artefactos, son moralmente neutrales, ni buenos ni malos, simplemente depende de cómo se usen. La responsabilidad pertenece en exclusiva a su propietario. En un sistema liberal y capitalista como el nuestro esto es incuestionable. El sujeto es dueño de su destino, es libre para ser feliz, evitar los esfuerzos a través de artefactos tecnológicos inventados en los laboratorios por científicos sesudos y construidos por ingenieros sesudos es una obligación al alcance de todo consumidor. Los móviles son artilugios cotidianos que permiten un grado de eficacia jamás visto, el acceso a la información es instantáneo, el abanico de herramientas disponibles para dar solución a infinidad de problemas diarios que se nos ofrecen también.
Pero no quiero aburrir al lector con las bondades de los móviles, tampoco con las perversidades a ellos asociadas. Todos en mayor o menor medida estamos al día.
Pero entonces, ¿por qué esta carta? Vayamos a la relación menores móviles. En primer lugar, dicha tecnología de la comunicación no es amoral, no es inocente en sí misma. Detrás de ella están equipos enteros de los mejores expertos en materias tan dispares como la matemática, la economía, la psicología, la sociología, la antropología, las telecomunicaciones, el marketing, etc., todos ellos con un objetivo: vender su producto. Su trabajo ha de ser profesional, es en su trabajo donde se encuentra su salvación, su espíritu emprendedor es de origen protestante, y es en su hacer individual donde se halla su recta relación con lo que podemos entender como conciencia. Lo que quiero decir es que las consecuencias de lo que hagan no están sujetas al prisma crítico de una ética que intente fijar límites en torno a lo que es bueno y justo. Les es indiferente, ellos cumplen con su trabajo y ya está. En segundo lugar, frente a ellos un menor.
Como consumidor joven simplemente no es rival, estará a merced de ese equipo de expertos que se esfuerza para que los móviles lleguen a sus manos. Ellos son los principales objetivos publicitarios porque es a través de ellos y de sus permanentes demandas como se accede por aburrimiento al bolsillo de los padres o de los abuelos. Así los jóvenes estarán enajenados, y estarán en riesgo de caer en las adicciones más severas, caso de la ludopatía.
Es aquí donde se hace necesario un espacio regulativo que permita actuar con rigor, con racionalidad, e imponga un marco legal que no permita que dichos dispositivos con todas sus posibilidades estén en manos de quienes no pueden ser capaces de saber usarlo con sentido enriquecedor y favorecedor de su persona.
Es hora de que olvidemos la perniciosa y cómoda idea de que las tecnologías son neutrales. Es también el momento de que exijamos a las grandes industrias de la comunicación que comiencen a fabricar móviles adaptados a las características propias de los menores o simplemente a calificarlos por edades para su venta al público.
Nos dicen los filósofos griegos que las fiestas son necesarias porque alivian nuestras mentes fatigadas.
Somos un país de larga tradición en lo referente a las fiestas, motivo de rechazo y de típicos tópicos desafortunados. No lo vamos a refutar, lo aceptamos, hagámoslo nuestro. Somos amantes de la diversión en comunidad. Ahora bien, otra lectura es posible, lo somos porque necesitamos dejar a un lado la prosa de la vida, la rutina, la fatiga, el desafecto, el desencuentro, la discusión. Son las fiestas esas válvulas de escape fundamentales encargadas de eliminar presión en forma de estrés, angustia, soledad, silencio. Es por eso que en ellas nos encontramos con nuestros amigos, es la excusa perfecta para vernos más allá de un motivo de tristeza, de litigio o disputa, es el momento en el que nos tranquilizamos, encontramos esa virtud epicúrea llamada ataraxia (tranquilidad del alma), y luchamos por consolidar lo que ya no puede unirse más: la amistad, y lo hacemos dejando a un lado nuestras miserias, lo hacemos recordando lo agradable, las historias sencillas protagonizadas por nosotros, reídas por nosotros, entendidas esencialmente por nosotros, en un círculo vivo que nos purifica, nos revitaliza, aunque el día después sea un momento de fatiga, de sed y búsqueda inquebrantable del sofá.
Así pues, que las fiestas sigan vivas, que podamos salir de la rutina, que vivamos un momento de olvido en el que nos sintamos reconocidos, queridos, por los más próximos, por los amigos. Que sigan las fiestas para que este momento salpique al otro, por eso debemos construir entre todos un momento mágico que permita que el otro sea uno más, evitemos falsos mitos que nos hagan creer que en nuestro ombligo está la verdad, la originalidad y la pureza de lo mejor.
Disfrutemos de ellas, arropemos a los demás, y agradezcámoselo a los que están detrás y sin grandes pretensiones organizándolas entre bastidores, y hagámoslo para que este momento de alegría perdure vivo y sano, para que nuestras fatigas desfallezcan realmente. Que lo ocasional y festivo sea virtud